Hay quienes sufren cada vez que viajan en carretera o en avión. En esos momentos se sienten sumamente frágiles, vulnerables. Basta un pinchazo en una rueda, un golpe de sueño, una avería en los motores, y cambia toda una existencia, o llega, inesperada, la temida muerte.
Estos temores pueden crear angustias patológicas, pero bien aprovechados pueden ayudarnos a recordar lo frágil que es la vida humana.
Basta un hueso en la garganta, un golpe de aire frío tras un partido de fútbol, un resbalón en la escalera, una teja que se desprenda desde el techo, para que los proyectos más elevados, los sueños más queridos, queden encerrados en un cuerpo que otros miran llenos de compasión y de nostalgia.
Es bueno hacer, con cierta frecuencia, un sencillo, un breve ejercicio: pensar en la muerte, en mi muerte. Quizá cuando me acuesto, en esos momentos en los que recordamos las aventuras del día o programamos lo que será el mañana, podemos pensar: ¿y si fuese mi última noche?
No podemos hacer esta reflexión solos, como si nadie nos amase. Nuestra vida interesa a tantas personas, algunas que conocemos, otras que nos necesitan y nos esperan sin que quizá nos demos cuenta. Interesa, de modo especial, a Dios, que sueña en vernos felices, en que seamos buenos, en que le amemos y que amemos al hermano.
Pensar en la muerte ante los ojos de Dios. Su mirada, esta noche, es más profunda, más intensa. Me ve. ¿Cómo me siento ante su amor, su misericordia, su respeto? Me dio la vida sin pedirla, me ha mantenido en ella en esa caída aparatosa, en esas fiebres desconocidas, en esa curva inesperada que puso a prueba nuestros reflejos. Me ha dado los años que puedo contar hasta este momento, con las oportunidades de dar, con las invitaciones a servir, con las caricias que me brindó a través de las manos de mis padres, con la ayuda que me ofreció con ese amigo fiel que me sacó de apuros.
El sueño va cerrando los párpados. La habitación, a oscuras, susurra silencios imprevistos. Tal vez, sobre mi frente, se posarán unos labios para desearme buenas noches.
Todo termina. Si Dios quiere, pronto nos veremos, me dirá lo mucho que me quiso, me abrazará como el Padre que espera al hijo que más de una vez se alejó de casa entristecido.
Quizá todo termine... O quizá, de repente, suene la alarma y salte la luz del techo. Inicia un nuevo día. Dios me da 24 horas para darle gracias y para prepararme a su encuentro.