En la vida podemos seguir dos procesos: el proceso de “éxtasis” y el de “vértigo”. Son dos formas opuestas de comportarnos: Una que nos construye como personas y otra que nos destruye; una que nos lleva a la felicidad, y otra que nos hunde en la desesperación; una inspirada en una actitud de generosidad y otra basada en el egoísmo.
Si conociéramos de cerca estos caminos, con sus distintas fases, tendríamos un gran poder de discernimiento: sabríamos distinguir una caricia erótica de una caricia personal; no confundiríamos euforia con entusiasmo; entenderíamos el abismo que media entre amar a una persona y apetecerla pasionalmente.
Éxtasis: Si en la vida adopto una actitud de generosidad, me doy cuenta que los demás seres no son medios –instrumentos para ser usados- sino fines, seres dignos de ser amados por sí mismos. Cuando me vea ante una persona agradable, atractiva, buscaré el modo de colaborar con ella, no de “usarla”.
Si me encuentro con una realidad que me facilita grandes posibilidades de desarrollo personal, siento entusiasmo y gozo. “Entusiasmarse” significó para los antiguos griegos “estar absorto en lo divino”, es decir, en lo perfecto. La verdadera felicidad no surge cuando “tengo” cosas, sino cuando se alcanza la plenitud personal.
Si contemplo “la Piedad” de Miguel Ángel o escucho un concierto bellísimo, siento que ha valido la pena vivir hasta ese momento para lograr tal cumbre. Ese ascenso hacia lo alto fue denominado por los griegos “éxtasis” (salir de sí para elevarse a lo perfecto).
Al ver que he realizado mi vocación y mi misión como persona, siento paz interior, amparo, gozo festivo, es decir, júbilo. Toda fiesta procede de un encuentro, tiene símbolos, por eso supone un momento culminante en la vida de los pueblos.
El éxtasis es un impulso hacia la madurez personal. Pide generosidad y decisión. El proceso de éxtasis incrementa nuestra capacidad creadora y afina nuestra sensibilidad para los grandes valores.
Al renunciar a nuestra propia voluntad de poseer, nos parece tal vez que quedamos en vacío; pero luego advertimos que nuestra existencia se llena de sentido cuando nos entregamos al riesgo de ser generosos. Esa actitud inspira un sano optimismo. Este proceso, en arte, se llama apolíneo.
Alfonso López Quintas pone siete pasos ascendentes en el proceso de éxtasis: generosidad, respeto y estima, colaboración, encuentro, alegría, entusiasmo, felicidad (paz, júbilo)
Proceso de vértigo o fascinación. Si adopto en la vida una actitud egoísta, al ver una realidad atractiva, intentaré dominarla y convertirla en un medio para acumular sensaciones placenteras. Si es una persona, me dejo “fascinar” por sus cualidades. Ese apego a lo que enardece mis instintos me produce euforia, pero esa exaltación interior se convierte en decepción devastadora al darme cuenta de que no puedo encontrarme con esa realidad por haberla reducido a mero objeto de complacencia. Al no encontrarme con ella, bloqueo mi desarrollo personal. Ese bloqueo produce tristeza.
Cuando me empobrezco día a día, tal vacío llega a hacerse un abismo y produce vértigo espiritual (angustia). Si soy incapaz de cambiar mi actitud egoísta y sigo sin poder crear relaciones de encuentro, la angustia da lugar a la desesperación. Veo que me he cerrado todas las puertas hacia la realización de mí mismo. Este proceso, en arte, se llama dionisíaco.
El proceso de vértigo, al principio, no nos exige nada, nos promete una plenitud inmediata, pero al final nos lo quita todo, anula nuestra voluntad de encuentro, nos ciega ante los valores más elevados.
El proceso fascinador de vértigo queda expresado en la siguiente línea descendente anotada por Alfonso López Quintas: Egoísmo, euforia, decepción, tristeza, angustia, desesperación, soledad asfixiante y destrucción.
El proceso de vértigo nos despeña por un plano inclinado, que hace casi imposible regresar al punto de partida. Teóricamente, el ser humano dispone de libertad para tomar las riendas de su vida, pero cuando se entrega al vértigo, queda sujeto en buena medida a sus leyes implacables. El vértigo lleva experiencias intensas pero negativas, pues producen euforia al principio, y llevan finalmente a la destrucción.
Actualmente se confunden a menudo éxtasis y vértigo porque las dos entrañan una salida de nosotros mismos. El vértigo arrastra, en cambio el éxtasis atrae. El vértigo seduce, el éxtasis enamora.
Cuando una persona se aventura por el camino del vértigo, dice Dostoyevski, “es igual que si se deslizara en trineo desde lo alto de una montaña cubierta de nieve: va cada vez más de prisa”. Podemos tener al principio una sensación de poderío y libertad sin fronteras, pero se trata de una ilusión siniestra. No tenemos el menor poder: somos arrastrados hacia un estado de absoluto desvalimiento. No alcanzamos la suprema libertad; vivimos la experiencia límite de la caída en el vacío.
Hay que evitar la confusión de vértigo y éxtasis. Si te entregas un día, siquiera levemente, al vértigo de la embriaguez y sientes la euforia que produce el alcohol, veras que es diferente a cuando te sumerges en una sinfonía de Mozart y sientes el entusiasmo que produce llegar a una cumbre artística.