La antorcha olímpica avanza, de mano en mano, llena de vida y temblorosa. Viene de un lugar lejano. Trae un fuego. Busca llegar a una meta, a un destino. Cada transmisor es importante: si uno falla, si nadie cubre una parte del camino, esa llama tal vez morirá, lejos de su destino. Tal vez se extinguirá abandonada y sola.
Algo parecido y algo diferente ocurre con la fe cristiana. La llama que los primeros apóstoles recibieron no era simplemente para otros: no la pusieron en manos jóvenes para dejar de poseerla. La fe que cada uno recibe queda en el propio corazón, también cuando tenemos la dicha de poder comunicarla a quien se cruza a nuestro lado, a quien vive bajo el mismo techo, a quien nos cuenta sus penas y sus sueños.
La luz de Cristo llega a la vida de un hombre, de una mujer, gracias a otros. Un padre o una madre, un hermano o un amigo, dan hoy el tesoro más grande, el fuego que Dios mismo encendió entre sus hijos. Quien recibe la llama, desde el amor y la libertad, puede convertirse en heraldo. El fuego corre así, de casa en casa, de ciudad en ciudad, a través de las fronteras y los mares, sin límites de clases, sin miedos a los conflictos o a las guerras, con la sangre de los mártires y la fidelidad de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos de toda raza, lengua y cultura.
A veces vemos el mundo moderno como vacío de fe, lleno de cenizas y de humos tristes. La verdad es que el Evangelio, también hoy, avanza hacia el encuentro de miles de hombres y mujeres. Tal vez no se ve tanto como en otros tiempos, tal vez no ocupa un lugar importante en las noticias de la radio o en las páginas de internet. Eso es lo que menos importa. Lo que cuenta es esa chispa divina, esa gracia, que toca nuevas vidas, que llega a más corazones, gracias a quienes dan un testimonio alegre y convencido de su amor, de su fe, de su esperanza en Cristo.
Esa chispa llegó un día a tu corazón, al mío. Está ahí, más o menos viva, más o menos fuerte. Creo, creemos, no sólo cuando el domingo declaramos nuestra fe. Creo, creemos, también cuando podemos mirar con ojos limpios, con un corazón manso, humilde y misericordioso, a quien está a nuestro lado. A quien pide, sin saberlo, un rayo de luz, un poco de esperanza, una centella de caridad.
La llama sigue su camino. Ofrece, a quienes la acogen, horizontes de paz y de esperanza. De mí depende el que hoy, en este día, brille, llegue, alcance a otro. De mí depende el que ahora un hombre o una mujer abra los ojos, como el ciego del Evangelio, y pueda decir, con lágrimas de gozo: “Creo, Señor”.