Al hacer un recuento de lo que ha pasado en las últimas semanas con los políticos que han sido cuestionados, atacados (o se han sentido así, que los paranoicos no han faltado) hay una actitud que me ha llamado la atención, porque se ha dado en casi todos los casos.
Casi sin excepción, los políticos en cuestión no han declarado su inocencia, ni han dado una demostración de la misma. Lo que han hecho, ruidosamente, ha sido tratar de demostrar que su real o supuesto contrincante está mal. Déjeme poner un ejemplo. Se demuestra, de manera irrefutable, que los colaboradores de un político han recibido soborno. ¿Hace algo ese político para demostrar su inocencia? No, señor. Lo que hace es tratar de demostrar que su contrincante ha hecho algo reprobable. ¿Me explico? La lógica es: Si el otro está mal, entonces yo estoy bien. ¡Falso! ¡Difícilmente puede encontrarse una falacia mayor! El que otro esté mal, no quiere decir que yo esté bien; de hecho no demuestra nada. Si el otro está mal, bien puede ser que yo también esté mal. Por ejemplo, si yo demuestro que el otro es corrupto, no estoy demostrando que yo no lo soy; de hecho, ambos podríamos ser bien corruptos.
Todos podemos caer en esta falacia, por supuesto. Pero nuestros dirigentes caen en ella cada vez más. ¿Qué sale a la calle un millón de personas para protestar contra la delincuencia y la violencia? En vez de reconocer errores y proponer soluciones, se dedican los políticos a demostrar que lo organizadores de la marcha están mal, que hay mano negra, que son de extrema derecha (claro, para ellos solo la izquierda tiene derecho a la libertad de opinión). Una vez dicho esto, se sienten purificados, se sienten redimidos, ya no hay necesidad de corregir su rumbo y de tomar medidas efectivas contra la violencia. Ya demostré que el otro está mal, por lo tanto – dicen ellos- yo debo de estar bien. ¿Se da cuenta del mecanismo que usan para justificarse ente la ciudadanía y, lo que es peor, para justificarse consigo mismos? Si ya demostré que el otro está mal, ¿para qué mejorar, cambiar de actitud, cambiar de rumbo?
Se habla mucho de las cualidades que debe tener un buen gobernante. Honestidad, carisma, decisión, autoridad… y siga contando. Pero poco se habla de que se requiere un recto uso de la razón. Un gobernante que se justifica a sí mismo con argumentos falaces, como el que acabamos de describir, es extremadamente peligroso. De ahí a la dictadura solo hay un paso. Cada vez que cometa un error, le bastará con encontrar culpables, de lo que sea, y así se justificará delante de si mismo y, eso espera el dictador, delante de sus gobernados. Eso, amigas y amigos, se llama demagogia. A eso se le llama una razón torcida, que justifica todo, aún lo más malo, con el pretexto de que los otros están mal y, por lo tanto, automáticamente, yo estoy bien. No se me ocurre un gobernante más peligroso que el que así actúa. Dios nos libre de semejante dirigente.