A una semana de haber comenzado el “Año Sacerdotal” propuesto por Su Santidad Benedicto XVI celebramos la fiesta de San Josemaría, Pastor, sacerdote diocesano, sacerdote entre los sacerdotes. Particularmente cercana se nos muestra su figura, ya que fue un sacerdote santo que vivió en el siglo XX y al cual conocieron y trataron multitud de sacerdotes, un gran número de obispos y varios Papas. Poseemos también videos y grabaciones de él, lo que nos lo muestra como un santo cercano, alguien que vivió en el mundo en el que vivimos y en el cual se santificó.
Su figura es particularmente interesante y destaca en este año, porque fue un sacerdote enamorado de su vocación sacerdotal y amante apasionado de la Iglesia y particularmente de los sacerdotes. Dedicó gran parte de su celo pastoral a predicar y dirigir espiritualmente sacerdotes diocesanos y religiosos. Fundó, por inspiración divina una sociedad sacerdotal, de la que formaban parte los más de mil profesionistas que llevó a la dignidad sacerdotal más otros muchos amigos de ellos, sacerdotes diocesanos, que en la más delicada fidelidad a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, se unían para compartir una espiritualidad plenamente secular, que les servía para desempeñar mejor su oficio pastoral, en plena comunión con los obispos diocesanos y el resto de sus hermanos en el presbiterio. Actualmente forman parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, por él fundada, alrededor de 4,000 sacerdotes, bastantes de ellos obispos y algún cardenal.
Es por ello que el pensamiento y la predicación de San Josemaría sobre el sacerdocio no constituyen ni un deseo piadoso, ni una elucubración teórica, sino una vigorosa realidad viva y actuante en la Iglesia, una propuesta concreta para fomentar la amistad, la ayuda recíproca y la búsqueda de la santidad a partir de las ocupaciones propiamente sacerdotales.
No es sencillo sin embargo expresar en brevísimas líneas la riqueza tan grande del pensamiento de un santo, tampoco pretendo hacerlo. Sí es necesario subrayar que sólo son comprensibles sus enseñanzas desde la perspectiva de la fe. Machaconamente insistía en que debíamos tener “piedad de niños y doctrina de teólogos”, de forma que careciendo alguna de ellas, bastantes de sus enseñanzas pueden no comprenderse a fondo o malinterpretarse. Sin embargo, con esa fe y esa doctrina sus enseñanzas gozan de la armonía de lo que está vivo, de la sencillez propia de las cosas de Dios. No dejan de sonar audaces sus afirmaciones, ancladas por lo demás en la más rancia ortodoxia católica: “¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo” proclama sin ambages.
¿Qué es lo que debe hacer el sacerdote en consecuencia? “se pide al sacerdote que aprenda a no estorbar la presencia de Cristo en él”. Es decir, ya es sacramentalmente un hombre de Dios, ahora debe parecerlo; debe llevar a los demás a Dios, con su vida, con sus enseñanzas, pero sobretodo con la dedicación a los oficios que son propiamente sacerdotales y que constituyen la razón de su ordenación: la celebración piadosa, pausada, enamorada de la Santa Misa y la administración generosa y abnegada del sacramento de la penitencia.
Puede parecer obvio, pero en realidad no lo es; muchas personas esperan que el sacerdote sea de todo menos sacerdote: “showman”, “líder de ONGs”, “predicador político o crítico social”, etc. Incluso las tareas a las que ocasionalmente puede dedicarse como son la enseñanza, la atención de los enfermos o los pobres deben subordinarse a las labores sobrenaturales, divinas, que le han sido encomendadas. Si lo hace, lo otro marchará bien, máxime cuando muchas veces son cosas que los laicos podrán realizar mucho mejor, con más pericia y por medio de una dedicación profesional. Lo propio del sacerdote, sin embargo es hablar de Dios, llevar a Dios, dar a Dios; éste es su gran privilegio y lo que nadie en su lugar puede hacer.
Ahora bien, todo ello suena muy bello, pero ¿cómo pretendía san Josemaría conseguirlo? Fundamentalmente a través de una asidua formación y de un intenso acompañamiento espiritual. Él es, sin lugar a dudas, uno de los pioneros de la formación permanente del clero, que tiene unas hondas raíces de humildad y de realismo. Solía afirmar persuasivamente que “la formación no termina nunca” e incidía particularmente en los detalles pequeños que otros quizá desprecian con superficialidad, como en el cuidado del decoro en la liturgia.
En fin, fue un sacerdote que enseñó a los sacerdotes a amar la Misa, de la cual hizo el eje, el “centro y la raíz de la vida interior”, y que puso como característica básica de su espiritualidad la conciencia de sabernos hijos de Dios y por ello mismo llamados a imitar a Jesucristo, a parecernos a Él, especialmente en el tierno amor hacia su Madre, que por ello es particularmente Madre de todos los sacerdotes.