San Josemaría Escrivá de Balaguer
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Como todos los años, a mediados de este mes celebramos la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, que nos mueve a contemplar llenos de agradecimiento la maravilla de que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna[1].
Puede parecer muy forzada la comparación, muy tenue la relación que existe entre estos dos personajes señeros en la vida de la Iglesia, uno del s. XIX y el otro del XX. El contexto social, cultural e histórico es bastante diverso; uno es un converso, ensayista y apologista que llegó a ser cardenal, el otro un fundador de una institución de la Iglesia. Sin embargo, mirándolos con atención se descubre una gran sintonía espiritual y un análogo proyecto pastoral. Menciono algunos ejemplos.
El santoral pertenece a nuestra cultura. Ya sea por devoción, ya sea por costumbre, nos referimos a los santos y les pedimos milagros. Pero quizá pocos son los que saben quiénes son y qué hacen los santos.
Los santos de la Iglesia Católica no son dioses ni seres mitológicos. Son seres humanos que recibieron el bautismo, y fueron ejemplares en el seguimiento espiritual de Jesús, de modo que lograron que sus propias vidas se configuraran con la vida y las enseñanzas de Jesucristo, porque la santidad consiste en parecerse espiritualmente a Cristo.
Homilía en la canonización de San Josemaría Escrivá
1. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Romanos 8, 14). Estas palabras del apóstol Pablo, que acaban de resonar en nuestra asamblea, nos ayudan a comprender mejor el significativo mensaje de la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer que tiene lugar hoy. Se dejó guiar dócilmente por el Espíritu, convencido de que sólo así se puede cumplir plenamente la voluntad de Dios.
Hace 35 años entregaba su alma a Dios un hombre profundamente enamorado y por ello profundamente feliz, cuya vida ha tenido un eco universal y creciente con el paso del tiempo: San Josemaría Escrivá. Cada santo refleja de un modo particular la vida del único modelo, Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres; y a su vez, en la vida de cada santo pueden descubrirse diferentes brillos y multitud de matices que invitan a seguir al Maestro más de cerca.
Una figura relevante en el tema de la filiación divina es San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei.
El espíritu de santidad que San Josemaría extendió por todos los caminos de la tierra se asienta en la alegría y en la certeza de que somos hijos de Dios en Cristo Jesús, y estamos llamados a colaborar en el establecimiento de su Reino para gloria del Padre celestial. Para ello hay que luchar por ser santos en la vida ordinaria: en la oficina, en la calle, en la casa, en la vida social, en las fiestas y en donde nos encontremos.
Entre los recuerdos de la infancia guardo aquellas reuniones familiares en torno a la mesa de los abuelos: hijos y nietos nos apiñábamos para escuchar los comentarios de los mayores y participar con nuestras inquietudes y aportaciones.
Recibí un relato sorprendente acerca de la retribución de un favor.
Oh Dios, que por mediación de la Santísima Virgen otorgaste a San Josemaría, sacerdote, gracias innumerables, escogiéndole como instrumento fidelísimo para fundar el Opus Dei, camino de santificación en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano: haz que yo sepa también convertir todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte, y de servir con alegría y con sencillez a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, iluminando los caminos de la tierra con la luminaria de la fe y del amor.
El 17 de mayo de 1992 Juan Pablo II beatificó en Roma a Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Fue el 6 de octubre de 2002 cuando el mismo Juan Pablo II canonizaba al que llamó “el santo de lo ordinario”, y fijó el 26 de junio para su celebración anual. En recuerdo de aquellos días recogemos hoy un extracto de la homilía del entonces cardenal Joseph Ratzinger, del 19 de mayo de 1992. Así se expresó el que, años después, vendría a ser el Papa Benedicto XVI.
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