Llevo un buen número de años investigando sobre el fenómeno social y psicológico de la adicción a los diversos tipos de drogas. He publicado numerosos artículos en varios medios de comunicación. Para lo cual, me he entrevistado con muchas personas de España y México que padecen de este problema.
Viene a mi memoria el caso de un compañero del colegio. Buen muchacho, alegre aunque un tanto introvertido. En la secundaria tuvo una conducta normal pero en la preparatoria cambió de conducta, de modo notorio, a raíz de algunos problemas familiares.
Luego me enteré que, con ocasión de un viaje con algunos compañeros al Puerto de Mazatlán, le dieron a probar la marihuana y comenzó a consumirla con cierta frecuencia.
Yo no iba en el mismo salón que este conocido, pero era vecino de un amigo mío. Así que conversábamos con cierta frecuencia y, paulatinamente, fui observando en él una serie de cambios, como: una marcada baja en el rendimiento escolar, un estado de indolencia o desinterés por sus estudios, prefería estar acostado o viendo la televisión, una llamativa pérdida de memoria, un estado de confusión mental; le afectó igualmente en su ubicación en el tiempo (por ejemplo, no sabía -en forma rápida y precisa- el día o la hora del día en que estábamos) y en su relación con los demás (no se percataba si estaba solo, en una reunión social o ante personas mayores), lentitud para pensar y en sus reflejos. También recuerdo que se comenzó a comportar como si tuviera alrededor de 13 años (preadolescencia), en detalles como: permanente actitud de rebeldía, una excesiva susceptibilidad y de sentirse incomprendido; a veces, se ponía violento, también hacía bromas o tenía actitudes infantiles. Si en la secundaria era deportista, en el bachillerato le fastidiaba hasta realizar las tablas de ejercicios gimnásticos.
Sus padres lo mandaron con un psicoterapeuta. Pero nunca tomó en serio esa ayuda. El hecho es que yo dejé de verlo por algunos años porque me vine a radicar a México para comenzar mis estudios en la universidad. Me enteré que este compañero comenzó la carrera de Psicología en Guadalajara pero no logró terminarla por los problemas mencionados.
Un día me telefoneó mi amigo, vecino de él y me comentó que Mauricio (seudónimo) había comenzado a probar drogas más fuertes. Se aficionó, concretamente, a la codeína (un derivado del opio) que le causaba un estado de somnolencia y aletargamiento. Pero este asunto se salió fuera de control tanto para él como para sus padres.
Me dijo, por ejemplo, que se había vuelto bastante cínico. Para conseguir medios económicos y comprar su droga: les robaba dinero a sus padres, o bien, vendía aparatos eléctricos y adornos de su casa, a cambio de unas cuantas monedas. En varias ocasiones, había golpeado a sus familiares. La “gota que derramó el vaso” fue que una noche combinó dosis altas de codeína con alcohol y tuvo un problema cardiaco y cayó desmayado en las afueras de un local para fiestas.
Entonces, sus padres tomaron la firme determinación de internarlo en una prestigiada clínica de rehabilitación contra las adicciones en el Distrito Federal. Este amigo me pidió un favor muy especial: que fuera a visitarlo porque su padre sólo estaría por unos cuantos días ya que se tenía que regresar a atender su trabajo como ingeniero constructor. Que no tenía a ningún otro pariente en la capital y que necesitaba de apoyo y compañía de algún conocido.
Así que fui a esta clínica, estuve conversando unos momentos con su afligido padre y luego me permitieron verlo un rato. Me enteré, antes de pasar, que ya se había iniciado su proceso de desintoxicación de la codeína y que se encontraba sumamente alterado.
Muy vivamente recuerdo esa primera entrevista, porque me contó -sin más preámbulo-, lo que estaba experimentando en esos días:
-¡Esto es un horrible infierno! Desde que me están bajando la dosis de la droga me vienen convulsiones, mareos, insomnios, náuseas, mucha desesperación y ansiedad; me la paso llorando, a veces grito del dolor en los nervios. ¡Preferiría mil veces estar muerto! ¡Por favor, sáquenme de aquí! ¡No aguanto más!
Ante sus impactantes palabras, le estuve animando en que todo ese largo y doloroso tratamiento sería para su bien, para que se recuperara a fondo y que tenía que obedecer en todo lo que le fueran indicando los psiquiatras.
Estuvo cerca de dos meses internado. La última vez que lo fui a visitar ya se encontraba más sereno y reflexivo. Se llevaba a su tierra natal, el claro propósito de no volver a caer el mundo de las drogas ni tampoco en el del alcoholismo.
Un par años después, me enteré –con bastante sorpresa- que falleció de una pancreatitis aguda. Aquel vecino suyo y amigo común, me comentó que había descuidado mucho su psicoterapia y todas las indicaciones médicas recibidas (por ejemplo, asistir todas las semanas a las sesiones de alcohólicos anónimos). Recayó en sus adicciones y su organismo se fue deteriorando notablemente, además de que bajó mucho de peso.
Me decía este amigo:
“-Mira, Mauricio murió de pancreatitis. Pero estoy convencido que pudo haber muerto igualmente de un infarto, de una hepatitis, de un derrame cerebral o de cualquier otra cosa porque su cuerpo estaba completamente minado”.
Hasta aquí la narración de este caso. Cuando escucho o leo en diversos medios de comunicación las declaraciones de legisladores, intelectuales, políticos, artistas, comunicadores, etc., apoyando abiertamente que se legalicen las drogas en nuestro país, ¡con tanta ligereza!, me vienen a la cabeza el recuerdo de Mauricio y de tantos otros que he tenido la oportunidad de entrevistarme personalmente y que, en forma invariable, me han transmitido ese mundo de angustia e incertidumbre en que viven, o bien que, después de un largo tratamiento, lograron superar sus adicciones. Aunque nunca totalmente, porque con humildad y realismo reconocen que -mientras vivan- necesitarán de ayuda psiquiátrica para no volver a recaer.
Lo primero que se me ocurre, es decirles a todas estas personas que -antes de opinar o “dogmatizar” con tanta superficialidad- visiten y conversen con farmacodependientes en los centros de rehabilitación y observen, a través de estos testimonios vivos, la tragedia cotidiana en que viven. Porque además, en la gran mayoría de los casos, los adictos han destruido sus hogares, la paz y concordia familiar, han abandonado sus estudios o han sido despedidos de sus trabajos, han perdido la salud, sus ahorros. Algunos otros han incurrido en delitos penales ya que pierden el control y se suelen poner extremadamente violentos.
Porque no nos engañemos: donde hay drogas, hay violencia; hay destrucción psíquica y orgánica de la misma persona y de su entorno familiar y social.
Se argumenta mucho que si se legalizan las drogas, van a bajar de precio porque ya no habrá intermediarios que las encarezcan. No lo dudo. Pero la pregunta es, desde que se aprobó la portación personal de drogas (en el artículo 479 de la Ley General de Salud establece la cantidad máxima del consumo individual de narcóticos), ¿ha bajado el consumo? La respuesta es que, a la vuelta de dos años, la cifra de los farmacodependientes, particularmente en el caso de algunas drogas, se ha disparado hasta en un 200 por ciento. ¿Se ha reducido el narcomenudeo? Más bien ha aumentado, principalmente en escuelas y en los antros ¿Ha disminuido la violencia en nuestro país? La respuesta es obvia.
Me decía un viejo maestro que en México por un par de siglos hemos vivido con la marcada influencia del Derecho Positivo, el “Positivismo”. Y me comentaba que, de legalizarse las drogas, le preocupaba que los niños y los jóvenes reaccionaran de esta manera: “Como está escrito en la ley, no debe de ser malo”. Otros incluso concluirían: “Si es legal, entonces es bueno”. Basta con echar una mirada a países como Holanda y España para percatarnos de los daños tan graves que las drogas han ocasionado en sus ciudadanos, de forma especial en las nuevas generaciones.
¿Por dónde tendría que ir la solución a este problema psicológico y social? Por el camino de la educación y la formación de los niños y jóvenes. Hay que fortalecer en los valores a las familias mexicanas para que los padres eduquen con mayor cuidado y vigilancia a sus hijos. También, en la prevención para hacerles ver las desastrosas consecuencias de las adicciones y brindarles opciones alternativas: entretenimientos sanos, fomentar más el deporte, el interés por las lecturas y la cultura, inculcarles el que aprendan a aprovechar bien su tiempo estudiando, por ejemplo, idiomas o que aprendan a tocar instrumentos musicales, etc. ¡Hay tantas cosas interesantes y formativas que pueden realizar los niños y jóvenes!
Se trata, en definitiva, de fomentar una cultura de la salud física y mental, que consolide a las familias, que proteja a los adolescentes de nocivas influencias, que renueve los valores fundamentales y perennes que han sido el soporte sobre el que se ha edificado nuestra civilización occidental y de ella hemos recibido su rico legado cultural.