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La Libertad Profunda del Corazón

Una persona es autónoma si actúa sin que nadie le estorbe, sin ser obligada a nada, sin tener que escoger lo que otros impongan. Una persona es autónoma si cada uno de sus actos dependen directamente de ella, nacen de su corazón y de su cabeza, sin condicionamientos, sin límites.

Definir así la autonomía es como decir que nadie es autónomo, pues todos estamos atados de mil maneras a las cosas, a los vientos, a los ojos y a los pensamientos que nos rodean y nos agobian cada día. No podemos caminar sin el aire y el suelo, ni vivir sin frijoles, ni amar sin esa mano que nos acaricie. Nuestros sueños de un viaje al infinito, o al Himalaya, o al cine de la esquina, se estrellan ante la urgencia de pagar el alquiler del piso en que vivimos, o de arreglar un poco esa casita de madera que nos baña con los mil agujeros de su techo desgarrado.

A pesar de las ataduras, hay algo que nadie nos puede tocar. Nuestro corazón, nuestro espíritu: eso es nuestro. Nos pueden calumniar, nos pueden quitar la comida o la casa, nos pueden amenazar con una pistola. Pero nadie nos puede obligar a querer lo que odiamos ni a odiar lo que queremos con todo el alma y con toda la vida (una esposa o esposo, unos padres o unos hijos).

Los estorbos y las presiones son parte de la vida. Sólo desaparecerán cuando cese la ley de la gravedad y cuando los vecinos ni vean ni oigan ni digan nada a favor o en contra de lo que hacemos. O desaparecerán cuando también nosotros dejemos de vivir en ese suelo y nos encontremos, cara a cara, con el Dios que conoce nuestra historia y que respeta la opción por la que decidimos vivir para amar o para odiar...

La autonomía no está, por lo tanto, en el ideal de un mundo sin presiones ni dificultades. Está en nuestra capacidad de amar. Cuando más amamos, más libres somos, porque crecemos en lo más profundo de nuestro corazón, porque somos más grandes y más sinceros, porque superamos los aburrimientos de la vida con esa alegría con la que brillan los novios y esposos que se quieren de verdad.

Esperar a que nadie nos moleste ni nos diga qué está bien o qué está mal es soñar con un mundo que no existe. Existe este mundo, el del hoy. Mis defectos y cansancios me pesan y me atan, pero no pueden paralizarme. La idea que los demás tengan de mí quizá me aterre, pero soy mucho más de lo que piensen o digan mis familiares y amigos. Los ojos de Dios me llenan de consuelo: tal vez espera hoy, de lo profundo de mi corazón, un paso hacia adelante, un gesto de amor, la renuncia a un vicio y un beso sincero al esposo o la esposa, o a ese hijo pequeño que no acaba de integrarse en su escuela nueva.

Todo depende de mi corazón. Cada instante decido mi futuro. Soy libre incluso entre cadenas. Un condenado a muerte puede convertirse en un santo si lo quiere, mientras que un millonario "autónomo" puede pudrirse en medio de su riqueza. Valgo lo que quiero. Ahí está mi riqueza, mi verdadera autonomía. Hoy seré plenamente feliz y un poco bueno, si así lo quiero...