La encíclica Evangelium vitae, publicada por Juan Pablo II en 1995, denuncia en diversos momentos los peligros de la “cultura de la muerte”. ¿Qué se entiende con esta expresión “cultura de la muerte”?
Lo primero es darnos cuenta de que la palabra “cultura” tiene muchos significados. Un primer significado alude simplemente al bagaje personal, a la formación adquirida por un individuo, una formación que incluye tanto conocimientos como capacidades para la acción.
Un segundo significado se refiere al conjunto de principios y normas que son aceptadas por un pueblo como base fundamental de la propia convivencia (valores, costumbres, instituciones, ideas rectoras, etc.). Este segundo significado da a entender que casi todos los miembros de ese pueblo comparten los valores propios de su cultura, y que se dan presiones o, incluso, castigos más o menos severos para aquellos individuos que busquen actuar de modo contrario o distinto a las normas aceptadas por el grupo.
Un tercer significado nos pone ante un particular modo de ver (no condividido por todos) que es asumido como propio por un grupo de personas dentro de una sociedad (o incluso a nivel intersocial o internacional). Este modo de ver no se limita sólo al ámbito de las ideas, sino que incluye actitudes, comportamientos y, en algunos casos, puede concretarse en leyes aceptadas por la sociedad. A la luz de este tercer significado se puede hablar de cultura de la solidaridad, cultura de la acogida, cultura del respeto, cultura del voluntariado, etc. En una sociedad pueden convivir diversas “culturas” entendidas según este significado, y a veces tales culturas se oponen entre sí (como, por ejemplo, la “cultura de la violencia” y la “cultura de la paz”).
Resulta bastante probable que Juan Pablo II use casi siempre la expresión “cultura de la muerte” en el tercer significado que acabamos de recoger, no en el segundo (que implicaría una situación tal en la que todos o casi todos los miembros de un grupo social condividiesen esa misma “cultura”).
Esta interpretación se justifica por el hecho de que en el mundo (y en muchos países) puedan coexistir la “cultura de la muerte” con la “cultura de la vida”, en cuanto que dentro de las sociedades (que comparten una “cultura común”, según el segundo significado del término) se da un pluralismo problemático en lo que se refiere a las actitudes y comportamientos que afectan la vida de personas concretas. Esta coexistencia de dos culturas antagónicas implica una situación de lucha y de tensiones. La “cultura de la vida” no puede permitir que desde la “cultura de la muerte” se llegue a la eliminación de miles (millones, en el caso del aborto) de vidas humanas inocentes.
Según este significado de cultura, ¿qué podemos entender con la fórmula “cultura de la muerte”? Como ha sido definida por un experto de bioética, Gonzalo Miranda, la “cultura de la muerte” sería “una visión social que considera la muerte de los seres humanos con cierto favor”, lo cual “se traduce en una serie de actitudes, comportamientos, instituciones y leyes que la favorecen y la provocan”. En otras palabra, esta “cultura de la muerte” implica una serie de actitudes y de comportamientos, originados a partir de un modo de valorar a los otros que deja abierta la opción (como legítimamente aceptada o tolerada) de suprimir algunas vidas humanas.
Nos sorprende el que haya personas que puedan defender una “cultura de la muerte” entendida según la acabamos de definir. Sin embargo, tales personas existen. En este sentido, la Evangelium vitae resulta ser una denuncia profética de una situación gravemente injusta que nace de quienes promueven la mentalidad anti vida, la “cultura de la muerte”.
¿Qué actitudes y que comportamientos, incluso qué leyes promueven esta “cultura de la muerte”? La lista puede ser larga. Podemos pensar en grupos de personas que aceptan la violencia gratuita entendida o vivida como medio de desahogo (algunos grupos de jóvenes o de fans de algunos equipos deportivos, por ejemplo). O en otros grupos que deciden, sistemáticamente, la eliminación de civiles inocentes, como ocurre con el terrorismo. O en quienes conducen por carretera de tal manera que elevan en mucho la posibilidad de accidentes de gravedad, simplemente por evitarse las “molestias” que vienen del respeto de las normas de seguridad (límites de velocidad, señales de ceda el paso, etc.).
Casi todos rechazamos este tipo de actitudes, estos aspectos de la “cultura de la muerte”, tan reales que el número de víctimas por accidentes de tráfico y el número de daños por actividades de delincuentes organizados no nos puede dejar indiferentes. Pero las divisiones empiezan ante temas como el de la pena de muerte (que encuentra un incremento de defensores en algunas sociedades), el aborto, el suicidio o la eutanasia, lo cual muestra cómo en estos ámbitos la “cultura de la muerte” ha logrado avanzar enormemente en las últimas décadas.
¿Cómo responder a este avance de la “cultura de la muerte”? Con la verdad y el respeto. Conviene ver las cosas como son y descubrir las injusticias que se encierran en actos defendidos y promovidos por quienes impulsan esta “cultura”, como, por ejemplo, el aborto o la eutanasia.
Hay que reconocer la verdad respecto al aborto: en cada aborto se suprime la vida de un ser humano en sus momentos iniciales. Negar este dato es un acto de deshonestidad intelectual, es un abuso lingüístico de quien defiende la mentira para eliminar a hijos no nacidos. Igualmente, en la eutanasia, entendida como acto o como omisión programada directamente para provocar una muerte que no ocurriría sin ese acto, un ser humano elimina (mata, podríamos decir de modo explícito) a otro ser humano, con la excusa de que se quieren evitar sufrimientos “inútiles” o insoportables.
En estos dos casos (aborto y eutanasia) se toma una opción contra una vida en función de ciertos intereses. Por lo que se refiere al aborto, el interés de una madre que no desea el nacimiento de su hijo por diversos motivos (presiones sociales o familiares, miedo a perder el trabajo, miedo a que el hijo nazca enfermo, etc.) resulta suficiente para permitir la muerte de ese nuevo ser humano.
En cuanto a la eutanasia, una persona puede pedirla por considerar su vida como no digna o no amable (una especie de autodesprecio), por lo que da permiso a otro para ser eliminado; en este caso, se trataría de un suicidio asistido. O la eutanasia puede ser una opción de otros, familiares, médicos, funcionarios públicos, que adquirirían la facultad de decidir sobre la vida y la muerte de otras personas según criterios de “calidad de vida” o de “sufrimiento insoportable”, criterios que son muy problemáticos y confusos.
¿Cómo ha sido posible un avance tan significativo de la “cultura de la muerte”? Ha habido un apoyo decidido por parte de grupos e instituciones que están dispuestos a implantar, de un modo generalizado, injusticias y crímenes como los del aborto o la eutanasia, con el fin de conquistar mejoras sociales, ahorro en los hospitales, presuntos derechos de la mujer o garantías para una libertad individual desligada de cualquier horizonte ético.
Juan Pablo II ha calificado esta situación como el resultado de una “conjura contra la vida”, de una “guerra de los poderosos contra los débiles” (Evangelium vitae n. 12). Son expresiones fuertes que nos hacen pensar, que nos ponen ante un mundo en el que algunos no quieren que otros puedan nacer, vivir o morir de modo digno, en el respeto de su identidad, de sus valores, de su historia, de su situación, de su vida. Otros que son el enfermo, el pobre, el hijo no nacido o nacido con graves defectos. Otros que merecen respeto y amor porque son simplemente eso, seres humanos como nosotros, quizá débiles, quizá sufrientes, y, por ello mismo, más necesitados de nuestro apoyo y compañía, no de leyes que permitan el aborto o la eutanasia.
Por lo mismo, podemos concluir, como lo hace Gonzalo Miranda, que la “cultura de la muerte” no es verdadera cultura (en la segunda acepción del término), sino anticultura, pues sólo hay verdadera cultura allí donde hay humanización, respeto a todos los hombres y a cada hombre, promoción integral de los bienes inherentes a cada existencia humana, comenzando, precisamente, por ese bien que posibilita la convivencia de la sociedad: el de la vida de cada uno de nosotros.
NB: Estas reflexiones están inspiradas en un trabajo publicado por Gonzalo Miranda, decano de bioética del Ateneo Regina Apostolorum (Roma), en R. LUCAS LUCAS (ed.), Comentario interdisciplinar a la “Evangelium Vitae”, BAC, Madrid 1996, pp. 225-243. En algunos momentos resumí las ideas del autor, y en otros ofrecí nuevos horizontes sobre el tema.