Viernes por la tarde. El móvil suena una y otra vez: ¿Voy a ir? ¿Cómo nos vamos? ¿Dónde nos vemos? ¿Invitamos a Fulano? ¿Pasas por mí? Después de 2 horas de llamadas para ponernos de acuerdo, al fin concertamos a las 10:00 pm en “X” “antro”.
En casa viene, al menos en los que no somos tan independientes, el problema del permiso, el dinero, el coche, la hora de llegada, el estira y afloja para conseguir media hora más… y una suma de dinero más alta de la que salió de la cartera de papá la semana pasada.
Por fin, todo listo: plan, coche, dinero y la mayor cantidad de marcas de moda que jamás han podido transformar mi cuerpo. Hugo, Valentino, Donna Karan, Versace figuran como publicidad por lo menos en una de mis prendas de vestir. Me ha salido muy caro. Pero bueno, esto es lo de menos, pues con esa aguilita y con esas iniciales me siento seguro, elegante y más apuesto. Sólo que las espinillas no las pude eliminar…
A la entrada del “antro”, un tipo llamado Jaime, Marco o Juan, con una musculatura suficiente para retener a todos los que nos queremos divertir, se hace llamar Jimmy, Mark o Johny. Es simpático observar la dinámica desde fuera: ¡Jimmy! ¡Jimmy! ¡¡¡Somos 4!!! Todos nos amontonamos y Jimmy alza la cadena a los que considera aptos para divertirse.
Aquí, en este momento, se divide el modo de diversión. Pueden pasar dos cosas: una, que si soy influyente y conozco muy bien al mentado Jimmy, me dejen pasar pronto, pues traigo bastante como para seguir consumiendo cuando acabe la barra libre, luego pido botella, derecho a mesa... O la otra: que esté desgañitándome dos horas gritando ¡Jimmy! ¡Jimmy! y el tipo ni voltea a verme. De verdad que es rara esa manera de diversión.
Una vez dentro, comienza la diversión. Paso las cadenas y con un poco de vergüenza, opto por no voltear hacia atrás, pues ahí están otros de mis amigos que no han entrado y siento traicionarlos. Pero nada, una vez dentro aquello se olvida. El “antro” está a reventar, no puedo ni caminar.
Si mis amigos y yo venimos económicamente bien pertrechados como para tener derecho a mesa, me dirijo a buscarla; si no, estoy destinado a permanecer de pie toda la noche con un promedio de dos empujones, tres apretujones y una quemadura de cigarro cada 15 minutos. Aunque hay más de 500 personas en el “antro”, comienzo a sentir la soledad de inmediato. Platicar, ¡imposible! La música suena tan fuerte que sólo a gritos y a dos cm de la oreja uno se puede comunicar. Eso si hay con quién platicar, pues el grupo con el que venía ya está disperso por todo el recinto.
Divertirme significa entonces, tomar y bailar. Las primeras veces me sentía extraño entre los extraños, solo, confundido, pero ahora ya sé disimular, ya tengo experiencia en esta manera de diversión, en esto consiste y hay que “disfrutarlo”.
Cuatro o cinco horas así. Gente, mucha gente, cigarro, alcohol (y me estoy viendo muy sano), gritos y baile en una superficie de 30 x 30 cm. Luego regreso a la mesa porque el DJ controla mi cuerpo: me hace bailar, sudar y luego me baja el ritmo para que consuma más y luego otra vez a sudarlo en la pista y luego a beber y así hasta cerrar…
En cambio, si fui de los que me quedé en la banqueta del antro de moda, después de un prudencial tiempo, pues no quiero perder la noche, me voy a otro “antro” de menor rango, o como siempre, al de siempre. Eso si no vago una hora en coche por toda la ciudad mientras mis amigos se ponen de acuerdo a dónde ir.
Al final todo acaba igual: si yo me medí en copas, llevo a mis amigos a casa, si no, me llevan a mí, y si ninguno de los dos, ¡¡¡estoy en problemas!!!
Dejé al último en su casa. Había pasado por él en la tarde. No tenía cómo ir y me pidieron el favor. Era el amigo del primo del amigo… Me cuesta trabajo bajarlo del coche pero al final lo logro. Ahora ni siquiera se despide, tampoco me da las gracias, ni siquiera reconoce quién soy, pero no me preocupa, pues tampoco sabe quién es él…
Me explota la cabeza y voy de regreso a casa. Pienso: qué pena saludar así a mamá. Me siento solo aunque toda la noche he estado solo. Estoy sin dinero, sin amigos y para acabarla… me gasté la gasolina de la semana. Llego a casa, me echo en la cama y todo me da vueltas. Reflexiono mi divertido viernes. ¿Qué me quedó? ¿Dónde está la diversión? ¿Es esto la felicidad? No he obtenido nada de nadie, no me he enriquecido ni humanamente, ni económicamente, ni mucho menos espiritualmente. Le presté mi persona al mundo, me tomó, me zarandeó, me quitó mi dinero, mi tiempo, y lo que era más mío: mi inocencia y la paz del alma.
El mundo no me dio nada, al contrario, me dejó solo, asqueado, decepcionado y sin ganas de repetir la experiencia. Al día siguiente muy en la mañana lo confirmo con más fuerza… Pero no me dura mucho el propósito porque el próximo viernes o quizá hoy mismo, ya habré cambiado de opinión. De verdad que es extraña la forma de divertirme…
A muchos jóvenes les puede resultar casi un sueño, un imposible, el dejar de ir a las fiestas. Es como una condición para divertirse que marca el ambiente, y que según la moda tiene que ser así. Sin embargo, la iniciativa del que verdaderamente es joven es enorme. La búsqueda de felicidad es infinita en todos los corazones y no se puede reducir a un viernes por la noche…
Basta solo decidirse internamente a ampliar los horizontes, echar un vistazo franco y abierto a todas las realidades sanas y entretenidas que nos rodean. Un cambiar esquemas, un romper el molde, un remar contra corriente, que nos puede llevar al puerto, de otras mil maneras buenas de divertirse.