El mal más profundo, más destructor, más nefasto, más dañino que pueda afectar a un ser humano es el pecado.
No resulta fácil descubrir esta verdad en el mundo moderno. Si no tenemos una idea clara de quién es Dios; si no comprendemos la vocación profunda del hombre al amor; si no sentimos lo hermoso que es vivir como amigos de Cristo; si no aceptamos que somos seres espirituales y que nuestro destino eterno es el cielo... entonces el pecado no resulta un mal: simplemente no existe.
Existirán, ciertamente, otros males: enfermedades, accidentes, injusticias, crímenes, traiciones, engaños, robos, fraudes, violaciones, guerras... Males terribles, males desastrosos, males dramáticos. Algunos, incluso, males “culpables”. Pero ninguno de ellos sería pecado, y cualquiera de ellos sería más serio, más grave, más “mal” que el pecado.
Si no creemos que existe el pecado, entonces empezamos a hablar, al menos, de errores, de fallos, de deslices, de incoherencias, de injusticias. Reconocemos que algo no estuvo bien, aceptamos que existen miserias entre los hombres, llegamos a declararnos culpables ante la propia conciencia o ante la sociedad. Pero nada de lo anterior llega a las profundidades terribles de lo que significa un pecado.
Porque el pecado, en su radicalidad, implica algo sumamente grave: una ofensa a Dios que, al mismo tiempo, destruye lo más hermoso que existe en el corazón del hombre, y que por eso provoca daños incalculables en la sociedad y en el mismo universo.
En cambio, cuando aceptamos que somos creaturas de Dios, que estamos orientados constitutivamente al amor, que tenemos nuestra meta definitiva en la Patria celeste... entonces sí que podemos reconocer todo el terrible drama que se produce en cada pecado. Y podemos calificar a tantos males absurdos (guerras, odios, violencias) con la palabra que mejor los etiqueta: son pecados contra Dios y contra el hombre.
Entonces, ¿cuál es el remedio ante un mal tan terrible? ¿Cómo superar el pecado en sus múltiples formas? El remedio consiste, simplemente, en la conversión, en la acogida llena de confianza del perdón de Dios.
Cuando reconocemos nuestro pecado, cuando lo desenmascaramos en toda su peligrosidad, cuando no tenemos miedo de decir “lo hice, fue mi culpa, me dejé llevar por el egoísmo, pequé a ciencia y conciencia”, estamos preparados para dar el primer paso.
Denunciar el pecado sin confianza en Dios puede llevarnos a la desesperación. Otras veces, por desgracia, al decir “de acuerdo, lo hice yo” uno puede llegar a un gesto de autoafirmación egoísta: sabe que ha hecho algo malo pero sigue adelante como si Dios fuese poco importante, como si sólo debiera responder del mal que comete ante su conciencia o ante la sociedad.
En cambio, si vemos el pecado como ofensa a un Dios que nos ama mucho, que desea nuestra salvación, que nos tiende la mano, que no quiere condenarnos, sino introducirnos en el camino del Amor... entonces ya estamos listos para decir: “Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame” (Sal 51,3-4).
Será entonces cuando escucharemos, de parte de Jesús, el Hijo del Padre, el Redentor del hombre, el Salvador del mundo, lo que tantas veces dijo en los años en que caminó por nuestra tierra herida: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8,11).
Es verdad: “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,16-17).
Entonces sentimos la necesidad de cantar el Aleluya constantemente, alegremente, con esperanza: donde hubo pecado, fue mucho más grande la gracia; el don ha sido mucho más grande que el delito (Rm 5,1-21).
La alegría, la oración, la acción de gracias, inundan el corazón de cada cristiano: ¡Dios ha hecho maravillas en mi vida, me ha salvado, me ha liberado! Desde el gozo profundo de quien se sabe perdonado nace un renovado compromiso para no volver a pecar, para abstenerse de todo mal.
“Estad siempre alegres. Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros. No extingáis el Espíritu (...) Absteneos de todo genero de mal. Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo” (1Ts 5,6-23).
La acción de gracias se convierte en un compromiso sincero para no pecar nunca más, para huir de cualquier falta que pueda entristecer la fiesta inmensa que se produce en los cielos cuando la oveja perdida ha sido rescatada, cuando el hijo fugitivo ha sido visto, de lejos, por el Padre que lo ama con locura (cf. Lc 15).