Triste e interesante ha sido leer la vorágine de artículos generada por la pedofilia clerical. El escándalo adquirió enormes dimensiones y todavía existe una especie de suspenso sobre como vaya a terminar todo esto. Probablemente no lo sepamos pronto, en el sentido de que la Santa Sede –pienso- será especialmente cautelosa para no tomar determinaciones presionada por el ímpetu de la opinión pública. No se trata de tomar fáciles decisiones “populacheras”, sino de hacer justicia, examen e intentar remediar la situación en la medida en que eso es posible.
Al descubrir como la opinión pública juzga y califica la actitud y el modo de funcionar del Vaticano salta inmediatamente a la vista que son dos modos de plantear los problemas y solucionar las situaciones claramente distintos. La Santa Sede no es democrática, no hay una especie de “contraloría interna”, ni comisión de transparencia, no se le pueden pedir cuentas a sus funcionarios, ni estos tienen que caerle bien a la gente para continuar desempeñando su trabajo y un largo, etc. Todo ello -a mi juicio- es lo que escuece a bastantes creadores de opinión pública, y por ello buscan –consciente o inconscientemente- demoler esa estructura que consideran, en el mejor de los casos anacrónica, cuando no injusta y sectaria.
Creo en consecuencia que de fondo late un profundo malentendido, o una honda dificultad comunicativa: no estamos hablando el mismo lenguaje, acaso porque muchos de los comunicadores no están capacitados para comprender la realidad eclesiástica, y la juzgan según modelos políticos o empresariales ajenos a ella. Ojo, no se trata de reivindicar a estas alturas una situación de privilegio, que también desagrada profundamente a estas personas. Sencillamente de sentarse a explicar que hay cosas que pueden ser modificadas, y en algunos casos deben serlo, y otras que no dada la naturaleza de la institución eclesiástica.
Los cambios que deben darse ya están en curso, comenzaron en el 2001 y ahora siguen verificándose: baste ver en la página web del Vaticano el icono dedicado a la pedofilia clerical, que incluye todo lo que el Papa ha ido diciendo a lo largo de su pontificado en todo el mundo, las explicaciones del vocero vaticano, el texto integro del procedimiento a seguir en caso de una denuncia de abuso, etc. Es decir, ya todos sabemos –no solo los obispos- qué debe hacerse, cómo, etc. También se invita a las víctimas a no dirigirse exclusivamente a un tribunal eclesiástico, que carece de facultades para meter a nadie en prisión, y se les anima a acudir a un tribunal civil, que si las tiene. La Iglesia lo más que puede hacer es suspender al ministro del ejercicio de las acciones sagradas o despojarlo del estado clerical.
Al mismo tiempo –y eso es una solución- en todo el mundo se han ido implementado medidas para preveer este tipo de abusos. Los pioneros han sido los Estados Unidos, y en su estela sigue toda la Iglesia. Parece que están dando resultado: el año pasado solo hubo seis denuncias creíbles de abuso en un país con 68 millones de católicos. Una es bastante, pero lo cierto es que la situación ha mejorado drásticamente. Muchos de los casos que ahora nos escandalizan sucedieron hace bastantes años, y con frecuencia ya ni pueden juzgarse, porque los protagonistas fallecieron.
Creo que eso es lo que puede ofrecer la Santa Sede. Y al leer algunos de los críticos, salta inmediatamente a la vista que aprovechando la ocasión, sacan a colación aspectos de la Iglesia que nunca han entendido y a los que culpan de la situación. Pero ¡ojo!, de nuevo se trata de una dificultad de comprensión y comunicación: las autoridades de la Iglesia, en la medida en que tienen fe, son conscientes de que no está en sus manos cambiarlo todo, precisamente porque es una institución humana y sobrenatural a un tiempo. Existen aspectos de institución divina que no se sienten con la capacidad de cambiar en la medida en que los consideran provenientes de su fundador: su naturaleza jerárquica y no democrática, por ejemplo.
Los críticos aprovechan para culpar al celibato, la no admisión de mujeres en el sacerdocio, la moral sexual católica, y en el caso más ridículo de todos (Hans Küng) que la Iglesia no es como él dice que debe ser y por tanto debe haber otro concilio. Es decir, proyectan sus propios prejuicios, aquello que no alcanzan a comprender. La fidelidad de la Iglesia a lo que considera intangible aunque resulte incómodo, difícil o políticamente incorrecto es parte de su atractivo. Que la Iglesia no alcanzará el “éxito” contemporizando es evidente, baste pensar en la comunión anglicana, paradigma del mimetismo cristiano con el “espíritu de los tiempos” para ver que no es así: admiten mujeres y homosexuales al episcopado, no exigen celibato y tampoco tienen fieles, y por eso, muchos de los que aún tienen fe, comienzan a plantearse seriamente pasar a formar parte de la grey católica.