Esta pregunta suele resonar en momentos catastróficos de la humanidad. Guardamos memoria reciente de algunos cercanos en el tiempo: las dos guerras mundiales, las masacres comunistas, el holocausto judío, los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki, la persecución religiosa en México, el terremoto de 1985, las inundaciones en Nueva Orleans y los bombardeos israelíes sobre Líbano. La catástrofe ha vuelto a oscurecer nuestras vidas; ahora sobre Haití, con el terremoto que devastara Puerto Príncipe el 12 de enero.
La pregunta parece responsabilizar a Dios de tanto sufrimiento, dolor y pérdida de vidas, o cuanto menos, lo presenta como ausente de nuestra historia o indiferente ante lo que nos suceda. No deja de tener, la pregunta, cierto tono de desdén, cuando no de reclamo o de coraje, al Dios que pareciera habernos abandonado. Hoy el mundo está, con justicia, conmocionado por la tragedia que vive el pueblo de Haití, por sus permanentes testimoniales de dolor, por el creciente número de damnificados, por los cientos de millares de víctimas, pero especialmente porque esta tragedia ha venido a descubrirnos que esta parte nuestra de la humanidad ha vivido hundida, desde siempre, bajo la miseria callada de un hambre silente.
¿Es Dios culpable de estas desgracias? De que la Tierra se sacuda, no nos consta; pero de que unos vivan desnutridos y que mueran de hambre, mientras otros viven en medio de la opulencia y del derroche, de eso Dios es inocente. No es la mano del Creador la que sacude al planeta, pero sí es la mano de su creatura la que dispara armas, lanza misiles, arroja bombas nucleares y gasta desproporcionadamente en productos que son superfluos. El número de hambrientos en el mundo, es decir, de quienes no tienen asegurado su alimento para hoy ni para mañana, es ya de 1,200 millones de personas cuando en el año 2000 era de 800 millones. De esto tampoco es culpable Dios. Él mismo nos ha dado a conocer que “lo que a uno le falta es lo que a otro le sobra”.
Sabemos que Dios es bueno y que no quiere el mal, pero también sabemos que lo permite, cosa que tampoco es causa del mal. El problema está en que Dios quiere la destrucción del pecado, pero no del pecador, porque nos ama con todo y nuestro pecado. Y así, permite que suceda lo que no debería suceder. Es el “misterio de iniquidad”, que acompañado del mal uso de la libertad, se deriva en la elección del mal en lugar del bien. A pesar de esto, Dios siempre sabe sacar de todo mal, un bien mayor.
En Haití un sacerdote nos dijo: “Los haitianos estamos habituados a las catástrofes: cuando no son las naturales, son las políticas o las económicas, que sacuden el país desde siempre; pero el pueblo vuelve a esperar con paciencia, y esta es una esperanza cristiana. Para los haitianos, el amor es más fuerte”.
El Papa ha levantado inmediatamente su voz con vibrantes palabras de participación espiritual y de llamamiento a la solidaridad, y a la suya se han unido innumerables voces más, desde todos los países, de manera que podemos esperar que también esta vez, como tantas otras en el pasado, la gravedad de la tragedia se convierta en ocasión de una enorme carrera de solidaridad y de amor. Y este amor generoso y auténtico es quizá el único verdadero consuelo, la única gran respuesta a este mar de dolor, como el amor de Cristo que muere en la Cruz es la única respuesta auténtica al sufrimiento del hombre.
Durante el rezo del Ángelus, el domingo 17, el Papa nos hizo mirar a Haití: “Sigo y animo los esfuerzos de las numerosas organizaciones caritativas, que se están ocupando de las inmensas necesidades del país. Rezo por los heridos, por los sin techo, y por cuantos han perdido la vida trágicamente”.
Se le atribuye a la Madre Teresa de Calcuta la respuesta a la pregunta de ¿cuánto debe darse ante la evidencia de necesidad? cuando ella afirmó: “Se debe dar hasta que duela”. Esta es enseñanza 100% cristiana. El Señor, que entregó su vida en la cruz, antes nos hizo saber que “nadie ama tanto como aquel que da la vida por sus amigos”.
Ahora pasemos del asombro, de la tristeza y del coraje, a la solidaridad, a la cercanía con los haitianos que sufren, a dar aunque duela desprendernos de algo de los que nos sobra. Pasemos, de ser espectadores, a ser operarios de esta tragedia, para responder, a la pregunta que suele resonar en momentos catastróficos, que “Dios está en cada hombre que ayuda”.