Con sustento en la conocida expresión que dicta que “todo Pueblo tiene el gobierno que se merece”, y a un mes del inicio de las celebraciones por el bicentenario del comienzo de la independencia de México, el escenario es propicio para que a la calle salga el Pueblo que en Dios cree, y en la Iglesia confía, portando en mano estandartes con la imagen de Santa María de Guadalupe, iguales al que enarboló el Padre Miguel Hidalgo el 16 de septiembre de 1810, mientras grita “¡Viva México! ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno!”.
Este tiempo es propicio para que el Pueblo se dirija al zócalo de la ciudad de México, se plante junto a la campana de Dolores y frente al edificio del gobierno del Distrito Federal, y grite fuerte, porque es un Pueblo que ha sido ofendido en su Fe, agredido en sus creencias, lastimado en su Credo, amenazado en su moral, un Pueblo harto de una ley que auspicia la muerte de mexicanos en el seno que los engendra, un Pueblo que cuando al Grito de Independencia le añada el grito “¡Viva Cristo Rey!” hará que el Jefe de Gobierno de la ciudad Capital entre en pavor, y que, invadido por el pánico, se prometa a sí mismo nunca más medirse con la Iglesia y jamás volver a fijarle un ultimátum a un cardenal. Es propicio que este Pueblo le recuerde a ese político, y a otros como él, que la Fe, la Iglesia y los obispos son del Pueblo, que los sacerdotes son nuestros sacerdotes.
Marcelo Ebrard tiene aspiraciones políticas, y porque anhela ser Presidente de México, ha calculado que hacerse el ofendido le reportará fama de político valiente, pero su estrategia no es adecuada. Primero rompió con el Presidente de la República, luego con partidos políticos, con la Asamblea, con la Familia como institución, con las escuelas. Ahora rompe con la Iglesia. ¿Qué tipo de Presidente sería? Un mandatario sólo contra todos, contra todo.
En momentos en los que la paz de México es quebrantada por crimen y narcotráfico, mientras la población vive con miedo, cuando se celebran 200 años de independencia, lo último que México necesita es a un político que se lanza contra un pastor de la Iglesia, que lo amenaza, que lo demanda. No necesitamos políticos quejumbrosos, muy bravos contra la Iglesia, pero débiles con la delincuencia.
En 1809 Napoleón Bonaparte invadió los Estados Pontificios y apresó al Papa Pio VII. Lo mantuvo prisionero en Fontainebleau para someterlo a su voluntad, pero el Papa no cedió a los caprichos del emperador, quien en 1814, luego de continuas derrotas, y seguro de que había atraído sobre sí un castigo del Cielo, lo liberó. El Papa, de regreso a Roma, ignoró toda legislación aprobada durante la ocupación francesa y continuó como Romano Pontífice hasta 1823. La afrenta de Napoleón quedó enterrada junto con él en la isla de Santa Elena en 1821.
Ebrard no tiene la estatura de Napoleón, con todo y que el emperador era de talla pequeña, pero ya se lanzó, en una guerrita personal, contra el Arzobispo de Guadalajara mientras esgrime argumentos con los que pretende presentarse como político evolucionado, moderno, que sueña con vencer algún día, mediante leyes infrahumanas, a la ley de Dios, cuando afirma “¡Que prevalezca el imperio de las leyes! ¡Que prevalezca el Estado laico!” y aduce que no se debe permitir “regresar al siglo XIX”.
Fue en el siglo XIX cuando el Padre Miguel Hidalgo lanzó un grito en favor de México, precisamente cuando Napoleón encarceló al Papa. Aquellos tiempos son pasados, sí, pero arrojan hasta nuestros días severas lecciones para traducirlas en experiencias de vida. El político que se abalanza contra la Fe pierde respeto y simpatía del Pueblo. También pierde votos. El político que actúa con Dios a su lado logra grandes cosas para el Pueblo, como Miguel Hidalgo hace un bicentenario, como José María Morelos, como Vicente Guerrero, como aquellos héroes que hoy México anhela para vencer a la delincuencia, para derrotar al crimen organizado. Quien así lo haga ganará votos.
El Jefe de Gobierno ha apostado a un juego político. Piensa que atraerá sobre sí la simpatía de muchos, pero está engañado por adversos asesores. México requiere de gobernantes que sean amables, libres de enconos, que no pateen a la Patria, que sus intereses no sean los propios sino los del Pueblo, y México es un Pueblo tradicionalmente creyente, cristiano, católico.
Es riesgoso escupir al cielo. Es peligroso que los enanos quieran crecer, como Napoleón cuando encarceló al Papa, como Ebrard cuando amenazó al Cardenal.