Hay veces en que prometemos sin saber a lo que nos comprometemos. Es muy fácil, cuando uno es joven y está sano decir y prometer que estaremos con nuestro cónyuge, con nuestra familia en la salud y en la enfermedad. Luego, los años pasan, la enfermedad llega, poco a poco a veces, otras veces con fuerza y por sorpresa. Entonces nos damos cuenta de que lo que prometimos no era poca cosa; que la enfermedad es una de las pruebas más fuertes para el amor.
La enfermedad, ese recordatorio de nuestra debilidad, de nuestra fragilidad. Ese recordatorio de que no somos omnipotentes. Ese aviso de que, más pronto o más tarde, ya no estaremos aquí. Esa realidad que nadie, desde el más rico y poderoso hasta el más pobre e indefenso, puede evitar. Y de la que nadie, en mayor o menor grado se salva.
El enfermo es siempre el extraño. El que no comprendemos. El que es completamente otro, el que es distinto de nosotros de un modo profundo. Aún cuando el enfermo seamos nosotros mismos, nos desconocemos en ese ser doliente. Una expresión coloquial de los suecos para decir que alguien sanó de una enfermedad significa aproximadamente “Volvió a ser humano”. En parte es cierto; al quitarnos libertad, la enfermedad nos quita algo esencial para ser plenamente humano.
La enfermedad es la gran reveladora del egoísmo. El enfermo, si es egoísta, no puede esconderlo detrás de las conveniencias sociales. Y los que lo rodean, si son egoístas, les brota sin que puedan ocultarlo. ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Porqué a mí? Enfermos y familiares no pueden evitar estas preguntas, a veces dirigidas al mismo Dios, a veces… a nadie en particular.
Pero, también, la enfermedad revela reservas insospechadas de amor, de fortaleza, de reciedumbre moral. A familias divididas, la enfermedad las une. A personas cobardes, las hace valientes y recias. A muchos, les hace ver el amor que siempre estuvo ahí, pero que parecía escondido, oculto, perdido tal vez.
Cuando el Señor Jesús vino a redimirnos, se dedicó con preferencia a los enfermos y, cuando los sanaba, les curaba el cuerpo y también el alma: Tus pecados quedan perdonados, les decía, y agregaba: ¿Qué es más fácil, sanar el cuerpo o perdonar los pecados? Ese dominio, ese señorío sobre la enfermedad era una más de las pruebas que nos dio que ser el Hijo de Dios.
¡Qué difícil es creer y aceptar que la enfermedad es parte del plan de Dios para nosotros! ¡Cuánta fe se necesita para creer que ese estado de dolor, de postración, es lo que más nos conviene a nosotros o a nuestros familiares! ¡Qué duro es creer que ese estado, que tanto detestamos, es lo mejor para nosotros! Ciertamente, a nadie podríamos exigirle tanta fe. Y lo único que nos queda es pedir a Nuestro Padre bueno que nos alivie y consuele, porque nosotros, en nuestra pequeñez, nos cuesta trabajo tener tanta entereza.