Durante la Semana Santa, en la ceremonia litúrgica del Jueves Santo por la tarde, se recuerda la institución del sacerdocio por Jesucristo. La Iglesia revive el momento en el cual Jesús celebró su Última Cena y anticipó su Pasión, instituyendo de esta forma el sacerdocio y la eucaristía. A dos milenios de distancia podría parecer que esa institución peligra, amenazada por quedar anegada en el desprestigio moral.
Es triste la situación y dolorosa, no solo para los sacerdotes católicos, sino para tantos fieles que con sencillez y fe confían sinceramente en sus pastores, los cuales, en la mayor parte de los casos les han dado muestras de confiabilidad y probidad de vida, y para tantas otras personas que sin compartir la fe católica miran a la Iglesia como un baluarte moral en una sociedad cerrada a la trascendencia. Sin embargo, una mirada desapasionada permite asomar una luz de esperanza y desenmascarar un claro intento de desprestigio oportunista, aprovechando, que ¡por fin!, hay de donde apoyarse a tal efecto.
Después de la “primera oleada de escándalos” y a la espera de algunas decisiones disciplinares, al ver los hechos con la perspectiva del tiempo y contrastarlos con el contexto en el que se desarrollan, puede ser que la situación no sea tan desesperada como parece, y que sigue habiendo un hoy y un mañana para el sacerdocio católico y para el celibato sacerdotal, abrazado libre y gozosamente por la inmensa mayoría de los sacerdotes.
En efecto, releyendo la exhaustiva investigación realizada a petición de los obispos norteamericanos por una asociación externa e independiente de la Iglesia, los datos, si bien crudos, son esperanzadores: los casos de pedofilia se reducen sensiblemente a partir de la segunda mitad de la década de los 80s, siendo muy escasos en los 90s y prácticamente desapareciendo en los albores del nuevo milenio (cfr. http://www.usccb.org/nrb/johnjaystudy/).
Podría argumentarse que se trata solo del caso de Estados Unidos, los cuales reaccionaron hasta que se destapó el escándalo en el 2002. Sin embargo, analizando las detalladas estadísticas del informe, sobre frecuencia, incidencia, circunstancias y condiciones de las víctimas y los agresores, puede constatarse de que mucho antes de que saliera a la luz tanta podredumbre, ya se había comenzado a solucionar el problema (1984, en concreto), lo cual sugiere que se trataba de un asunto de raíz (presumiblemente la formación en los seminarios y/o la fidelidad al magisterio pontificio). En Alemania por ejemplo el porcentaje de delitos de pedofilia realizado por clérigos católicos es del 0,0447 % respecto del total.
Si además contrastamos esos datos con la frecuencia de casos de pedofilia denunciados en Estados Unidos, nos encontramos con que además de reducirse las denuncias año con año (lo cuál es doblemente indicativo, porque denunciar ha sido un gran negocio para víctimas y abogados), éstas representan sólo el 2% de las denuncias por pederastia en la unión americana, frente a un 5% de profesores de escuela y un rango entre 40-60 % de familiares de las víctimas. Si se ha buscado hacer del sacerdote una figura “temible” que ahuyente a los niños, antes deberían temerles a sus profesores, tíos e incluso padres o hermanos.
Es verdad que al ser la fe la depositaria de la confianza en el sacerdote, es más escandaloso que sea precisamente el causante de los abusos. También es cierto que un solo caso es lamentable e injustificable. Ha repugnado, y con razón, el silencio sistemático sobre estos casos durante años, sugiriendo una cierta complicidad o encubrimiento por las autoridades eclesiásticas, que en ocasiones preferían el “buen nombre” a la justicia y la reparación. Ahí probablemente ha estado el error más funesto y la lección aprendida en el arco que va del 2002 al 2010. El Papa mismo lo ha reconocido y ha llamado severamente la atención, primero a los obispos americanos en el 2002, ahora a los irlandeses en el 2010, quedando muy clara la manera de proceder en adelante para la Iglesia universal.
Es verdad que se trata de una “horrible enfermedad”, y el Papa mismo afirma: “Que nadie se imagine que esta dolorosa situación se resuelva pronto. Se han dado pasos positivos pero todavía queda mucho por hacer”. Es decir, no es momento de “cantar victoria”; por el contrario, es la hora de la penitencia, de la oración y el examen para que no vuelva a suceder; es la hora de tomar medidas claras y firmes en los seminarios y en las decisiones disciplinares; es el momento de aplicar con todo el rigor necesario el derecho, tanto civil como eclesiástico, sabiendo que eso resulta a la larga la solución más pastoral, acorde con la dignidad humana y el prestigio de la Iglesia.