Es verdad: este embarazo no estaba previsto, no llega en el mejor momento. No ha sido fácil aceptar que después del retraso de la regla algo podría haber cambiado, que había empezado una nueva existencia humana.
Lo que parecía fácil y sencillo se convierte algo en algo demasiado difícil. La “solución”, según muchos, es no mirar de frente al embrión que da sus primeros pasos en la vida, negarle cualquier dignidad, cualquier valor. O considerarlo como a un enemigo, un obstáculo demasiado serio para realizar los planes personales, el proyecto de vida que la joven madre albergaba en su corazón hasta este momento.
La cabeza da vueltas y vueltas. El aborto parece un arreglo fácil. Seguir adelante el embarazo, dejar que nazca un hijo, precisamente ahora...
Por un momento, en medio de la confusión y las dudas, ella empieza a hablar con ese hijo pequeño:
“Tendrían que cambiar muchas cosas en mi vida para dejarte un lugar, para acogerte, para permitirte vivir. Los estudios, las relaciones (últimamente más tensas) con papá y mamá. Lo que pensará él, el padre, que decía amarme tanto y que ahora tiene miedo de cruzarse ante mí. Tendría que plantear toda mi vida, rehacer los planes, arriesgar mucho, quizá incluso perder oportunidades de trabajo o de carrera que nunca antes se me habían presentado. Incluso a veces pienso que, para ti, sería mejor no dejarte nacer, cortarte un futuro incierto, hacerte desaparecer en el vacío. Así todo sería más fácil para los dos, y quizá mañana, en una situación mejor, podría volver a abrir las puertas a un hijo que ahora no puedo recibir en mis entrañas ni en mi vida...”
El que llega, el embrión, el hijo, sigue allí, en lo oscuro de su primer hogar terreno. Su única señal, hasta ahora, ha sido ese retraso de la regla y las primeras pruebas de embarazo. No puede expresar nada con palabras (es tan pequeño que no tiene todavía ninguna posibilidad de hablar). Con su sola presencia, con su crecimiento continuo, decidido, entusiasta, pide mil cariños y espera una ayuda, una oportunidad para seguir adelante, para que le dejen ver el mar, los bosques, los jilgueros y los ojos tiernos, temerosos, de su joven madre.
Todo depende de ella. Sus padres podrían ayudarla si hubiese más confianza en familia, si fuesen capaces de pensar menos en “honor” y en egoísmos, en planes fríos y “realistas”. Si al menos una luz de arriba les enseñase a ver lo que significa el que un nieto les pida dar apoyo a la hija que empieza a ser madre...
También los médicos, llamados por vocación a cuidar y salvar miles de vidas humanas, podrían dar una mano si no se les hiciese fácil recurrir al aborto en un mundo donde una nueva vida puede ser vista más como amenaza que como esperanza.
Ella se siente sola. Pero allá dentro, en su corazón, algo le dice que puede dar el paso hacia la vida, que puede decir sí a quien le pide amor y ayuda. Descubrirá, entonces, que también Dios la quiere (los quiere, a ella y a su hijo) y le ofrece una energía especial para que pueda vivir su condición de madre como un don, como una gracia. “Lo que hagáis con el más pequeño de entre los hombres, a mí me lo hicisteis”...