"El 19 de diciembre de 1947 me arrestaron con la acusación de agitación y propaganda contra el Gobierno. Viví 17 años de cárcel estricta y muchos otros de trabajos forzados. Mi primera prisión, en aquel gélido mes de diciembre en una pequeña aldea de las montañas de Escútari, fue un cuarto de baño. Allí permanecí nueve meses, obligado a estar agachado sobre excrementos endurecidos y sin poder enderezarme completamente por la estrechez del lugar.
"La noche de Navidad de ese año —¿cómo podría olvidarla?— me sacaron de ese lugar y me llevaron a otro cuarto de baño en el segundo piso de la prisión, me obligaron a desvestirme y me colgaron con una cuerda que me pasaba bajo las axilas.
"Estaba desnudo y apenas podía tocar el suelo con la punta de los pies. Sentía que mi cuerpo desfallecía lenta e inexorablemente. El frío me subía poco a poco por el cuerpo y, cuando llegó al pecho y estaba por parárseme el corazón, lancé un grito de agonía.
"Acudieron mis verdugos, me bajaron y me llenaron de puntapiés. Esa noche, en ese lugar y en la soledad de ese primer suplicio, viví el sentido verdadero de la Encarnación y de la cruz" (P. Antón Lulli, S.I, sacerdote albanés, 27 de octubre de 1995).
El largo texto con que inicia este artículo está en sintonía con el año sacerdotal convocado por el Papa Benedicto XVI e invita a pensar en el verdadero significado del sacerdocio católico.
Sin duda es fuerte el testimonio del P. Antón Lulli, ¿quién lo duda?, pero si somos realistas esto no es nada contrario a lo que Cristo prometió para los que quisieran aceptar su llamado. ¿Cuándo dijo Cristo que seguirlo sería fácil?
Sin embargo, es un camino que llena de una alegría titánica. Jesús prometió que quien dejara todo por Él y por el Evangelio recibiría el ciento por uno, con persecuciones en este mundo y, después, la vida eterna (Cf. Mc 10, 29-30).
También éstas son palabras duras. Pero muy reales. Basta ver a los diáconos mientras se preparan para recibir las órdenes sagradas: Con qué alegría, con qué entusiasmo viven las exigencias de su vida. Son personas que han dejado todo. Personas con grandes talentos, preciosas cualidades bien útiles a un nivel meramente humano. Pero las han dejado, mejor dicho, las han entregado al servicio de Cristo, y esto les ha hecho enormemente felices. La promesa se ha cumplido.
Se escuchó por ahí que la caridad es "el sacrificio constante para que no se sacrifiquen los demás". ¡Qué dicha saber que hoy en día, en medio de una sociedad como la que nos ha tocado, haya héroes que dan la vida por los demás! Porque un sacerdote, así como todo buen cristiano, es quien vive el verdadero amor, el amor más descomunal: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn. 15, 13).
Y también es importante recordar a los padres de estos jóvenes. La gran mayoría de ellos han hecho también un acto de amor inmenso. No es fácil desprenderse de un hijo. Ellos, sin duda, con una sonrisa bañada en lágrimas, han apoyado, a lo largo de su camino, a aquel hijo que un día dijo "sí" al llamado de Dios. También ellos, esos buenos cristianos, han sabido dar la vida día a día en favor de sus hijos.
La vida cristiana es una vida sacerdotal. El sacrificio que impone está lleno de una dicha inmensa. Hoy en día es un verdadero orgullo ser cristiano en serio. Sin innovaciones, pero sí con las cosas claras: aceptando un llamado y siendo coherente con él. Este orgullo no es invento del que escribe estas líneas, pues san Pablo ya lo decía en Gálatas 6,14: "En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!".
Todo hombre que se entrega al sacerdocio sabe que le espera una vida difícil, pero, paradójicamente, muy feliz. El testimonio con que iniciamos concluyó así:
"El sacerdote es, ante todo, una persona que ha conocido el amor; el sacerdote es un hombre que vive para amar; para amar a Cristo y para amar a todos en Él, en cualquier situación, incluso dando la vida. Nos podrán quitar todo, pero nadie podrá jamás arrancarnos del corazón el amor a Jesús, el amor a nuestros hermanos.
"En este sentido hoy, como ayer y como siempre, podemos decir con convicción y alegría, con palabras de san Pablo: ‘¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó’" (Rm 8, 35-37).
He ahí el sentido del sacerdocio.