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Tolerancia es muy poco

La última resolución de la SCJN acerca del matrimonio entre homosexuales y su derecho a adoptar ha dado mucho de que hablar, y no se esperaba menos, suscitando polémicas inéditas entre autoridades eclesiásticas y gubernamentales, como es el caso del cardenal Sandoval y la demanda que Ebrard ha presentado en su contra.

Sin detenerme en las expresiones inapropiadas del primero, o en las reacciones poco inteligentes del segundo, por no calcular eventualmente el costo político que conlleva su acción, habría que aprovechar la coyuntura para formar criterios y definir posturas con relación a un tema trascendental, en consideración a la población católica de nuestro país, afectada por las decisiones de la Corte.

Durante el Encuentro Mundial de las Familias llevado a cabo en esta ciudad en enero del 2009, recuerdo una respuesta que en su momento me fue muy ilustrativa, cuando en entrevista con Adela Micha el cardenal de Tegucigalpa, Óscar Rodríguez Maradiaga, a la pregunta directa de Adela si en la Iglesia no se tolera a los homosexuales, él respondió: efectivamente, no los toleramos, los amamos, resumiendo magistralmente, acorde a la doctrina de la Iglesia, lo que en ocasiones no sabemos expresar ni tal vez vivir algunos que nos llamamos cristianos. Y es que en realidad tolerar es muy poco, locución un tanto mezquina que deja mucho que desear, si consideramos que la dignidad de toda persona emana sin distinción de sexo, raza, tamaño, color, religión o postura política, en ser, imagen y semejanza de Dios. Fundamentar la dignidad de la persona humana en otra realidad resulta bastante complejo si quitamos la Filiación Divina como sustento de la fraternidad universal.

El oponerse a la relación homosexual, y en consecuencia a este tipo de matrimonios, no quiere decir desprecio a las personas que por una u otra razón tengan esta tendencia, significa fidelidad a una doctrina de la cual la Iglesia sólo es depositaria, en congruencia con lo que dice la Escritura y con la predicación constante de más de 2 mil años, de Padres y Doctores de la Iglesia.

Amar a los homosexuales significa, como también precisara monseñor Maradiaga en aquella ocasión, procurar su bien, es decir, señalarles con respeto pero también con la verdad, cuál es la ética sexual cristiana de acuerdo con las exigencias de Cristo basada en la naturaleza del hombre. Porque si empezamos por no reconocer una naturaleza dada ni las dimensiones éticas de la misma, de acuerdo con el deber ser que exige su perfección ontológica, nos perdemos en un relativismo en donde no hay verdad ni bien que señalar, sino que cada quien tiende a lo suyo.

En un documento publicado por Juan Pablo II llamado Familiaris Consortio, la Iglesia precisa la atención que hay que dar a los homosexuales, acogiéndolos dentro de la Iglesia y aceptándolos en las familias, haciendo una clara distinción entre la aceptación que debemos a las personas y la reprobación de determinados actos considerados en la Sagrada Escritura como depravaciones graves.

El Catecismo de la Iglesia Católica aborda directamente el tema en el número 2357, en donde señala, de acuerdo con la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, "que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la Ley Natural, cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso".

Y continúa el Catecismo en su número 2358 haciendo referencia a los católicos que se encuentren en esta situación que: esta inclinación objetivamente desordenada constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor, las dificultades que puedan encontrar a causa de su condición.

El número 2359 continúa diciendo que las personas homosexuales, dentro de la Iglesia Católica, están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismos que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.

Estas palabras, sin duda para escandalizar a cualquiera, reflejan las enseñanzas de Cristo, piedra de escándalo en su época y en esta que nos ha tocado vivir.