La vida sexual sin freno ni responsabilidad no es cosa de nuestros tiempos. Desde Adán y Eva la inclinación a las pasiones carnales y a sentirnos como dioses la llevamos dentro.
Cuántos ejemplos de la antigüedad nos revelan esa lucha continua del hombre por controlar su apetito sexual o dejarse llevar por él.
Por algo decía Platón que el cuerpo nos complica un poco la existencia a los seres humanos. Y para explicarlo mejor el maestro de Aristóteles contaba el mito de los dos caballos.
Cada uno de nosotros, decía, somos como un carro alado tirado por dos caballos, uno blanco y otro negro. El caballo blanco nos empuja hacia lo alto y representa nuestros sentimientos más nobles, nuestras buenas intenciones y metas más elevadas. El caballo negro, en cambio, tira hacia abajo, es nuestra parte animal, y busca la satisfacción de los placeres por encima de todo. Algunas veces este caballo parece desbocado y no obedece a las riendas de la racionalidad.
Pero Platón explicaba también a sus discípulos que el auriga, es decir, el que conduce el carro que jalan los caballos, representa nuestra razón que debe moderar a los dos corceles para controlar esa tendencia a “tirar hacia abajo”.
La realidad es, como lo dice el autor contemporáneo Carlos Goñi, que somos unos animales bastante raros y, encima, no existe un manual que nos enseñe a ser humanos, al contrario tenemos que ir construyéndonos casi de la nada.
Pero, sabe usted, ojala el problema mayor del ser humano fuera controlar nuestro cuerpo. Además del apetito sexual, hay otro apetito que nos transforma y nos hace creer que tenemos derecho a todo, a dar rienda suelta a nuestros gustos y caprichos.
Me refiero al poder, y en especial al poder que da la política, la fama o el dinero. Esos poderes se nos vuelven cada vez más problemáticos y amenazan en todo momento no sólo al que lo tiene sino también a quienes lo rodean.
Un hombre a quien de pronto le llega el poder y no sabe cómo usarlo es más que nada una amenaza para la sociedad. Pues no sólo se siente un dios, alguien por encima de todos; la pérdida de la dignidad de la persona representa la primera consecuencia fundamental, y la más grave.
Y es que si quien posee algún tipo de poder no tiene clara la dignidad del ser humano, cuando más grande sea el poder que tiene, más derecho siente a usar como quiera a la persona.
No hay ejemplos más claros que los dos escándalos que dieron la vuelta al mundo este mes.
Uno de ellos el que protagonizó el ahora ex director del Fondo Monetario Internacional, Dominique Strauss-Kahn. A este señor el poder y el dinero que manejaba le nubló la razón y dejó de ver a las mujeres con respeto y como seres humanos con dignidad. Tal parece que el abuso a la camarera del hotel donde se hospedaba en Nueva York, fue uno de tantos abusos y ultrajes a mujeres desde tiempo atrás. Para este señor incluso la justicia y la mentira se identifican con el poder, y seguramente su libertad bajo fianza la utilizará para considerar injustos los cargos en su contra e insistirá en que lo que sucedió con la camarera fue de mutuo acuerdo.
El otro ejemplo sin duda lo dio el ex Gobernador de California, Arnold Schwarzenegger por no pensar y controlar sus “pasiones carnales” y quizá también por los efectos del mal uso del poder.
Como consecuencia de haber engendrado un hijo con la empleada doméstica, hace diez años, el actor pagará mucho más caro que los seis millones de dólares de fianza que le impusieron a Strauss-Kahn. Y es que Arnold perdió un tesoro invaluable, sin precio, y que estaba en sus manos: su mujer y sus cuatro hijos. Su hogar, su matrimonio de 25 años con María Shriver, por no usar la cabeza lo echó por la borda.
Ni hablar, vaya genio el que exclamó por primera vez que el hombre es el único animal que tropieza ¡dos veces con la misma piedra! (y hasta más).
Si desde los tiempos antiguos sabemos que el binomio, sexo irresponsable y poder desmedido, conducen tarde que temprano a las lágrimas, ¿por qué seguimos tras él?
Si, como lo señaló Platón (y cientos de pensadores más a lo largo de la historia), tenemos la capacidad, esa voluntad y coraje para domar al “caballo negro” cuando nos jale la rienda hacia abajo, ¿por qué dejamos “al carro alado” andar a la deriva?