Cada rostro nos habla, nos interpela, nos revela algo de la vida y del corazón de un ser humano. Rostros de niños, de jóvenes, de personas adultas, de ancianos: rostros distintos, llenos de riqueza y de misterios.
Hay “rostros”, sin embargo, casi invisibles. El rostro de un feto en el seno de su madre, el rostro de un pobre del que se rehúye la mirada, el rostro de un asesino que provoca desprecio a su alrededor.
Hay rostros rechazados antes de nacer. Su historia termina anónimamente. Sus labios y sus ojos no serán nunca vistos por sus padres, su historia quedará cerrada definitivamente por culpa de la “habilidad” de un mal médico que usa su saber “curativo” precisamente para lo más opuesto a su ética profesional: para eliminar vidas humanas.
En cada aborto un rostro es destruido. No nos atrevemos a mirarle a la cara, incluso hay quienes censuran como “inhumanas” y “ofensivas” las fotos de algunos fetos abortados. Sobre ellos corre una ola de silencio, de indiferencia, de desprecio: muchos prefieren mirar a otro lado, no reconocer que un hijo es eliminado en cada aborto.
Hay quienes buscan, para evitar tanto horror, tanta injusticia, adelantar el tiempo del aborto, hacerlo de forma precoz, antes de que el embrión llegue a tener rostro, antes de que adquiera “forma humana”. Pero adelantar un crimen no elimina la injusticia: también el embrión pequeño, de unos días, de unas semanas, era un hijo, era un ser humano digno de respeto.
Muchos se horrorizan al ver la imagen de un niño de pocos meses asesinado por sus padres. Las fotos dejan un impacto profundo en la opinión pública, pues ante tanta barbarie, ante un delito miserable, hay que ser muy duros para sentirse indiferentes.
Pero muchos han llegado a mirar con indiferencia el drama del aborto. Como si en cada aborto no fuese destruida una vida humana. Como si el hecho de tener un rostro invisible (quizá incluso aún no formado) fuese justificación suficiente para el silencio culpable de sociedades homicidas. Muchos ni quieren ni se atreven a mirarle abiertamente, a darle un nombre, a reconocer en cada embrión, en cada feto, a un hermano nuestro, a un hijo necesitado de respeto y, sobre todo, de amor materno.
Cada año, millones de hijos sin rostro son eliminados. Incluso ante presiones de grupos que dicen, falsamente, defender los “derechos” de la mujer. Como si no hubiese, entre tantos hijos asesinados, millones de rostros femeninos. Valiosos, muy valiosos, como valiosos son los millones de rostros masculinos eliminados en hospitales muy modernos o en casas particulares.
Quizá algo cambiaremos si damos un rostro, una forma, incluso un nombre, a los hijos más pequeños. Quizá entonces millones de madres dejarán de optar por abortos criminales para abrirse al respeto, al amor, a la acogida, de sus hijos más pequeños. Quizá más médicos usarán su ciencia para asistir embarazos difíciles, para ayudar a las madres a atender dignamente a sus hijos. Quizá más organismos nacionales e internacionales dejarán de promover el aborto entre los pobres para ayudarles a crecer económica y socialmente.
Entonces millones de rostros, en unos meses, llenarán de llantos y sonrisas un planeta necesitado de justicia, de esperanza, de hijos acogidos y muy necesitados de cariño verdadero.