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Romper las cadenas del pecado

El pecado narcotiza. No resulta fácil luchar contra la tentación. Resulta muy fácil abrir, poco a poco, la puerta al pecado, pactar con el mal, rendirse a lo que pide la carne, el demonio, el mundo.

Pecados de egoísmo y de pereza, pecados de avaricia y de lujuria, pecados de deslealtad y de injusticia. El corazón tiene tantas grietas, tantas debilidades, tantos deseos innobles.

El pecado, una vez aceptado plenamente, narcotiza. Como el alcohol, como la droga. En la lucidez, muchos borrachos afirman querer salir del vicio. Pero cuando han abierto la botella, cuando han tomado los primeros vasos, las razones pierden su fuerza, los amigos no consiguen hacerse oír, el esposo o la esposa, los hijos y los familiares dejan de ser importantes...

Tener una caída es triste y doloroso, pero podemos levantarnos. En cambio, pactar con el pecado arruina el corazón y la conciencia, aprisiona con cadenas pesadas como el plomo, narcotiza. Porque uno ve que pasan días, semanas y meses sin grandes desajustes. Porque uno ve que sigue gozando de salud y de alegría. Porque uno continúa en el puesto de trabajo, entre los suyos, sin que nadie perciba heridas profundas o deformaciones monstruosas.

En realidad, de modo silencioso pero no por ello menos grave, el pecado hecho parte de mi vida corroe y destruye. Así es la injusticia, a pesar del dinero que uno pueda ganar tan fácilmente. Así es la mentira, aunque uno salga airoso ante el jefe de trabajo o los miembros de la familia. Así es la sensualidad, aunque uno diga sentirse feliz cuando cede al desenfreno de la carne y disfruta de los goces de un cuerpo aparentemente sano, abierto a los mil placeres de la vida.

El pecado mata poco a poco, como el alcohol, como la droga. Uno sigue allí, en medio de aplausos y disfrutes, sin darse cuenta del daño que hace a los suyos y a sí mismo. Sin darse cuenta, sobre todo, que hay un Dios que nos quiere buenos, que desea para nosotros caminos de amor y de esperanza, que espera todavía que usemos bien este tiempo y esta vida que Él nos dio para que sirviésemos a quienes viven a nuestro lado.

Es posible romper las cadenas del pecado desde la experiencia del amor. Sentir que Dios no guarda rencores eternos, descubrir que nos tiende una y mil veces su mano amiga, sentir su abrazo bondadoso que busca librarnos de lodos asfixiantes y mezquinos.

Dios espera hoy que rompa con ese vicio, con esa gula, con esa sed de odio, con ese afán de riquezas egoístas. Dios quiere que viva según el agua transparente y fresca que nos predicó su Hijo amado, que nos enseñó en bienaventuranzas benditas, que nos plasmó en mandamientos que orientan al bien y a la dicha eterna.

Dios espera, respetuoso, un gesto, un nuevo intento, un propósito sincero, una confesión profunda, un llanto silencioso y bueno. Como el de una pecadora que tocó los pies del Maestro mientras los lavaba con sus lágrimas (cf. Lc 7,37-50). Poco a poco, con mucho cariño, porque sabía que eran los pies de Alguien que la amaba con locura...