Hay muchas maneras de dañar a una persona. La historia puede recordar toda una serie de instrumentos, “técnicas”, acciones agresivas, etc., que se han ido utilizando a lo largo de los siglos, en todas las culturas y en todos los rincones del planeta, pensadas para hacer daño, para herir, para matar.
La violencia física causa siempre una profunda impresión. Cuando nos toca ver a dos adultos o dos niños que se golpean rabiosamente, buscamos, por todos los medios posibles, separarlos. Notamos incluso que baja en nuestro corazón el nivel de sano orgullo que tenemos de pertenecer a la especie humana... No podemos quedar al margen de lo que pasa, de lo que haya ocasionado el conflicto: nos dolemos por ellos, y nos dolemos por nosotros, que quizá no hemos sabido ser constructores de paz.
Existen, además, otras formas de violencia que quizá no nos impresionan tanto, pero que pueden dejar pequeñas o grandes heridas. Existen, por ejemplo, las violencias ocultas de la lengua, de la crítica por la espalda, del insulto directo, de la ironía, de la contradicción sistemática. Quien ha sufrido alguna vez esa sutil puñalada de la calumnia sabe que a veces preferiríamos un puñetazo en la cara en vez de esa crítica oscura y siniestra que quita la fama entre familiares, amigos o compañeros de trabajo.
Existe la violencia silenciosa del desprecio, de la ignorancia, del olvido. Cruzarnos por la calle con quien hace poco nos saludaba con cariño y ahora gira los ojos para no vernos, para no decirnos nada, puede dejar un mal sabor de boca y una pena profunda ante la traición que se esconde en actitudes de desprecio.
Existe, por último, la violencia anónima de algunos medios de comunicación social, esa sangre que salpica las pantallas de nuestros televisores y que una y otra vez nos presenta ejemplos de personajes que parecen haber aprendido una única lección: dañar, abusar, matar e imponerse de un modo violento y salvaje, y que suscitan en algunos espectadores deseos de venganza y en otros, quizá psicológicamente débiles, el propósito de imitar a los protagonistas televisivos...
El mundo moderno y civilizado de inicio de siglo y de milenio parece no saber cómo salir de esta maraña de violencias y atropellos cotidianos. Sin embargo, la salida es posible, y está en las manos de cada uno de nosotros.
Sí: el círculo del odio y la violencia empieza a romperse cuando un hombre o una mujer no responden con violencia a quien usa de violencia contra ellos.
Se dice que la violencia engendra violencia, como una cadena que no deja espacio a otras respuestas, y puede ser verdad en muchos casos. Pero los cristianos tienen la fuerza para superar el alud del odio y de la venganza con el arma invencible del perdón y de la acogida sincera y leal del otro, también del enemigo...
Cuando los hombres crucificamos a Jesús, el Hijo de Dios, teníamos motivos de sobra para temblar ante una posible réplica justa, “vengativa”, de Dios Padre. Dios, en cambio, respondió con el perdón, un perdón capaz de superar el odio con el amor, capaz de empezar algo nuevo que el mundo hasta entonces no había podido comprender.
Todos estamos llamados a perdonar. El perdón no es señal de debilidad, sino de fortaleza. Si nos faltan las fuerzas para hacerlo, podemos mirar al Cristo crucificado y recoger, de su cuerpo taladrado, ese bálsamo que cicatriza heridas y comienza a cambiar las relaciones entre los hombres. Sanará nuestro corazón y, con su ayuda, nos permitirá cambiar el corazón de otros. Así ocurrió con los primeros cristianos. Así ocurre en cada historia humana que es tocada por el amor de Dios, en cada vida que se siente perdonada: empieza a ser luz profunda capaz de romper cadenas de violencia con la dulzura del perdón enamorado.