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Reparar el mal de la calumnia

El padre abad sentía una tristeza profunda por las calumnias contra algunos sacerdotes que había leído en la prensa.

Por la noche, empezó a vivir en sueños una historia increíble. Le llamaban por teléfono. “¿El padre abad? Una persona quiere que venga cuanto antes al hospital”.

Cogió el coche del administrador, y salió a toda prisa. En pocos instantes estaba en el hospital. Llegó a un cuarto donde yacía postrado un hombre maduro, que de joven había sido sacerdote; luego dejó el sacerdocio, despreció a la Iglesia a la que antes había amado, y dedicó sus energías a lanzar una campaña furibunda contra el obispo, contra el viejo rector del seminario y contra otros sacerdotes de la zona.

El padre abad sentía algo de inquietud. ¿Qué querría aquel hombre? ¿Qué podía ofrecer a un corazón tan herido?

El enfermo recibió al abad con una sonrisa triste. Se incorporó un poco sobre la almohada, y empezó a hablar.

“Le llamé porque creo que me quedan pocos días, quizá pocas horas, de vida. Tenía que abrir mi alma a alguien y contar mi historia.

Usted sabe que durante años he denunciado abusos y violencias psicológicas que sufrí, primero de mi rector de seminario, luego de mi obispo. Divulgué una historia llena de infamias, pero todo era falso. Simplemente quería ocultar el fracaso de mi vida, y sentí que sólo a través de las acusaciones a otros podría ‘limpiar’ mi alma.

Empecé con pequeñas alusiones, lancé luego amenazas. En seguida se pusieron en contacto conmigo varias personas que estaban muy interesados en mis declaraciones. Me ofrecieron apoyo, me lanzaron a la prensa, me permitieron participar en debates, me protegieron con un abogado muy bien preparado.

Sólo tenía que seguir con más historias, mostrar las maldades de la Iglesia, denigrar al rector y a otras personas del seminario, acusar al obispo. Me sentía poderoso, capaz de arruinar las vidas de algunas personas que yo sabía eran inocentes, pero a las que despreciaba sin saber exactamente por qué.

El escándalo me hizo famoso. Ya no hablaban de mi ‘caso’ en la ciudad, sino que todo el país, incluso en el extranjero, conocían esas invenciones y las tenían por verdaderas. Mis ‘amigos’ insistían en que nunca me echase para atrás. Tuve miedo, pero ya estaba en medio de la tempestad, y tenía que seguir representando el papel de víctima, cuando en realidad me había convertido en verdugo...”

El padre abad escuchaba con el corazón en un puño. Sentía una profunda pena por aquel ex-sacerdote que había usado sus fuerzas para destruir, para desprestigiar, para calumniar a otros sacerdotes. Quería comprender por qué estaba junto a un personaje tan lleno de amargura.

El enfermo tomó nuevas fuerzas y siguió su discurso. “Sé que Dios es bueno, que perdona mil pecados, que no lleva cuentas de nuestros delitos. Pero mi pecado es muy grande. Tengo que pedir perdón a quienes he ultrajado. Tengo que gritar al mundo mis mentiras y devolver la fama a quienes la perdieron injustamente. Si usted pudiera convertirse en emisario de mi mensaje ante la prensa y ante el mundo...”

El padre abad tuvo miedo. “Querido hermano. Si digo a la prensa lo que tú ahora me estás diciendo, no me harán caso. Muchos son felices cada vez que publican pecados de la gente de Iglesia. Si les digo que tu historia es falsa, me despreciarán, o me dirán que te engañé para inventar una retractación forzada, o que yo estoy mintiendo por haber recibido dinero del obispo, o que lo que tú ahora dices no vale nada porque hablas bajo el efecto de tu cuerpo enfermo...”

Respondió el enfermo: “No, padre abad. No diga eso. Hemos de romper esta mentira, hemos de gritarle al mundo que los buenos son buenos, hemos de acabar con la maldad de quienes gozan al divulgar ataques contra la Iglesia. Antes de morir, quisiera reparar todo el mal que he causado con mis calumnias”.

El padre abad estaba confuso. ¿Quién era él para lanzar una piedra contra una muralla enorme de mentiras? ¿Qué caso iban a darle a la retractación de un famoso personaje cuando la hacía desde su cama de enfermo? ¿Cómo iba a ser posible desmantelar una historia que estaba “avalada” por libros, entrevistas y cientos y cientos de páginas de internet?

El enfermo sentía una angustia profunda. Si el padre abad no le tendía la mano, si no le ayudaba a romper con aquella vida de traiciones y de mentiras, ¿quién lo iba a hacer? “Se lo suplico. Sé que no soy más que un miserable pecador que merece sólo desprecio por su villanía. Pero necesito, además de que escuche mis pecados y me ofrezca el perdón de Dios, estar seguro de que algo hará por romper una historia de calumnias que tanto escándalo ha suscitado durante años, que tanto daño ha hecho a santos sacerdotes...”

El padre abad despertó. Tenía la frente sudada, mientras el corazón latía con angustia. Todo había sido un sueño, pero sintió una necesidad profunda de ir unos momentos a rezar en la capilla.

Ante Cristo, presente en el Sagrario, abrió su alma: “Señor Jesús, ayúdame a ser un hombre bueno, a rechazar en mi vida cualquier envidia, a no escuchar nunca calumnias, a defender la dignidad de mis hermanos. Ayúdame, sobre todo, a ofrecer tu perdón y a perdonar, para poder repetir, cada día, plenamente, las palabras que Tú nos enseñaste: Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden...”