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Perdónenme, es que soy hombre

¿Serán siempre los varones los culpables de los malos tratos a los hijos, del ambiente insoportable y destructivo en el hogar, de los problemas económicos, del lenguaje corriente y ofensivo, de las agresiones, humillaciones y estrés en la familia?

Frecuentemente le doy gracias a Dios de ser lo que soy: hombre, es decir ser humano de sexo masculino. Que conste que escribí “sexo” y no género. Me encanta ser hombre, normal; no superhombre, ni infrahombre, además disfruto mi sacerdocio. El Señor me ha regalado la gracia de serle leal hasta ahora, y le pido que no me la retire para continuar así, como muchos miles de sacerdotes fieles en el mundo entero a los que tanto admiro.

Claro que me gustan las mujeres -y mucho- pero para mí, como para cualquier hombre casado que sea fiel a su mujer, ello implica simplemente un punto de lucha más dentro de la vida corriente de cualquier ser humano.

Por la admiración que siento por las damas, puedo suponer que si Dios me hubiera querido mujer estaría muy orgullosa de ello. Pero las cosas están como están, y así están bien.

El motivo de este artículo es la sorpresa que me supuso leer la siguiente nota fechada en abril de este año: “De los cerca de dos millones de separaciones habidas en España, los hombres han pasado por cuatro pasos. Para el feminismo ser hombres es un estigma. Los hombres son sistemáticamente discriminados en todo proceso de divorcio (en realidad el divorcio es para el varón una ley de repudio encubierta); expulsados de sus propias casas y explotados económicamente de por vida por sus exparejas. Sufren el secuestro de sus hijos y la destrucción de su paternidad. Ante la denuncia de la mujer carecen de presunción de inocencia. Muchos de ellos ante tal indefensión jurídica acaban suicidándose. (Durante 2006 en la Unión Europea hubo 2000 padres auto-exterminados por la jurisprudencia feminista)”.

Es cierto que podríamos poner en entredicho las afirmaciones del párrafo arriba citado, sin embargo, aunque pudieran estar algo sesgadas, nos presentan una realidad innegable -muy comprensible por otra parte- pero que en ocasiones ha provocado gravísimas injusticias. No toda esposa es una princesita ensoñadora, ni todo marido es un ogro inmundo.

En algún lugar leí: “La humanidad posee dos alas: una es la mujer, la otra es el hombre. Hasta que las dos alas no estén igualmente desarrolladas, la humanidad no podrá volar”. Yo, me declaro incapaz de decirlo mejor.

¿Qué estamos haciendo a nivel hogar, para que estas ideas fundamentales crezcan en las conciencias de las niñas y los niños y así sepan valorarse a sí mismos y a los demás con esa rica diversidad que implica la sexualidad, y podamos combatir las posturas extremas de enfrentamientos irracionales?