Crece continuamente el número de enfermos incurables y de ancianos que no pueden valerse por sí mismo. Aumentan los casos de niños, jóvenes o adultos que se encuentran en situaciones de invalidez irremediable. Todo ello suscita un sinfín de gestos de solidaridad, de apoyo, de altruismo. Pero no han faltado, en diversos lugares del mundo y con gran difusión de algunos medios de información, algunos casos en los que se ha pedido el recurso a la eutanasia.
Estas peticiones de eutanasia muchas veces no son sino una forma de pedir ayuda y compañía. Hay quienes, sin embargo, las aprovechan para promover la así llamada “dulce muerte” (eso es lo que significa, etimológicamente, “eutanasia”).
Intentemos aclarar lo que se entiende por eutanasia, pues bajo esa misma palabra se quieren significar en ocasiones cosas muy distintas. Para algunos “eutanasia” significaría renunciar a una intervención sanitaria que alargue el proceso de muerte a través de sufrimientos muy altos y sin ninguna esperanza de curación. Renunciar a un tratamiento de este tipo, de por sí, no es eutanasia, como veremos al definir de modo más preciso esta palabra. Debe quedar claro que en esos casos hay que mantener aquellos cuidados mínimos que merece todo enfermo, como son la limpieza, la hidratación y nutrición, además (y es algo sumamente importante) de ofrecer nuestro cariño y cercanía.
Para otros, la eutanasia consiste en un “acto positivo” orientado directamente a provocar la muerte del enfermo para evitar sus sufrimientos. Este “acto positivo” puede ser de dos tipos. El primero consiste en producir la muerte con sustancias químicas (envenenamiento), o por asfixia, o por otros caminos que, en circunstancias normales, serían considerados directamente como actos homicidas. El segundo tipo consiste en omitir un tratamiento proporcionado a la situación del enfermo (por ejemplo, el oxígeno para ayudar una insuficiencia respiratoria) o en dejar de ofrecer lo que cualquier ser humano necesita para vivir: agua y comida. En este segundo caso nos encontramos ante un homicidio producido como consecuencia de una omisión culpable de una ayuda que debe ser ofrecida a cualquier ser humano (también al enfermo).
Estos dos tipos de “actos positivos” tienen un objetivo claramente “homicida”, si entendemos con honestidad “homicidio” como el acto con el que se pretende causar la muerte de otro ser humano. Tanto en la acción que busca matar como en la “omisión activa” que provoca directamente la muerte de una persona que sufre, nos encontramos con que otras personas (familiares, amigos, personal sanitario) cometen un delito, asesinan a un enfermo.
Hemos de tomar con seriedad lo que significaría legalizar la eutanasia en esta segunda acepción (eliminación de personas que sufren diversas patologías físicas o psíquicas a través de acciones u omisiones orientadas directamente a esa eliminación). Significaría que en un estado de derecho algunas personas reciben el permiso de eliminar a otros seres humanos.
Hemos de añadir aquí que ni siquiera la petición de un enfermo o de otro ser humano deprimido o desesperado que suplica que alguien acabe con su vida puede ser motivo para permitir que se cometa el homicidio (en este caso, homicidio consentido) de un miembro de la sociedad. Aunque el homicidio consentido sea visto en algunas leyes como menos grave que el homicidio contra la voluntad de la víctima, no deja de ser un grave desorden social: un individuo recibe el poder de terminar con la vida de otro...
Además, si se legalizase el derecho a un suicidio asistido se crearía una situación paradójica ante las dos modalidades en las que se podría aplicar tal “derecho”. En la primera, que sería la más “aceptable”, los legisladores pondrían una serie de límites o condiciones al mismo, de forma que no cualquier ciudadano pudiese pedir el acceso al suicidio asistido. En esta situación, el “médico” o el juez encargado de “ejecutar” el homicidio-consentido determinaría si alguien (un “ejecutor”) puede o no matar a quien pide la muerte, por lo que la ley daría al ejecutor un enorme poder sobre la vida de otros seres humanos.
En la segunda, la que casi nadie aceptaría, bastaría una petición de suicidio asistido sin ninguna condición para que alguien estuviese obligado a ejecutarla. ¿No se violaría de este modo la voluntad de quienes piensan que es injusto matar a otro simplemente porque este otro lo pida? En otras palabras, aceptar esta segunda opción significaría imponer por ley el que uno pueda mandar a otro el cometer un homicidio consentido...
Ante estos problemas relativos a la eutanasia necesitamos recordar cuál es la esencia de la ley y la justicia. Una ley es justa sólo si se basa en el respeto y la defensa de los derechos fundamentales de todos los seres humanos que conforman la sociedad. Si se legaliza la eutanasia (el homicidio de algunos individuos por parte de otros, con o sin petición de los mismos), el estado otorgaría el permiso para que pueda ser violado el derecho a la vida de algunas personas, un derecho sobre el que se construyen todos los demás derechos que deben ser reconocidos en una sociedad que pretenda vivir con un mínimo de justicia.
Lo más correcto, entonces, es promover el derecho a la vida de todos a través de la prohibición de la eutanasia (entendida como acción u omisión destinada a provocar la muerte de un ser humano). Esta prohibición debe ir acompañada por una cultura de la asistencia a los enfermos y a los desesperados. Su dolor no debe ser motivo de soledad, sino invitación a la ayuda, a la solidaridad, al respeto, virtudes que muestran el nivel cívico y progresista de aquellas culturas que las asumen como propias.