En la vida hay cosas que se ven (placer, dinero, gloria), y otras que no (amor, amistad, religión), a veces parece que no tienen valor las cosas que no se ven, que no sirven para nada, porque no son útiles a un nivel práctico, pero luego vemos que la cosa es al revés: que cuando faltan estas cosas que no “sirven” para nada, la vida no sirve para nada: falla la autoestima, uno se queda sin familia o la que tiene queda destrozada, o se sufre una soledad quedándose sin amistades... En esa búsqueda de la sabiduría, del valor de las cosas que no se ven, Jesús es camino al conocimiento, verdad interior que ilumina, vida plena: al mirarme en él me veo a mí mismo, y en la verdad de Dios conozco la mía. Ese camino de la humanidad de Jesús me hace ver mi humanidad, no el yo superficial (lo visible, aparente) sino un conocimiento amoroso, a nivel profundo de corazón, que afecta al sentido de la vida. A esos encuentros de mirar y sentirse mirado por Jesús le llamamos oración: ella ilumina la conciencia del yo. Así, veo todo con la luz de la fe, con los ojos divinos: aquella enfermedad o un traslado, etc. como algo que Dios me da para unirme a Él. No caigo en los espejismos del falso yo (que se afirma en los afanes de poder, riqueza, prestigio...) sino en el amor que me hace libre, disponible para el servicio desinteresado, como dice el místico Juan de la Cruz: "ya no guardo ganado, ni tengo ya otro oficio, que ya sólo en amar es mi ejercicio".
Esta sabiduría me hace entender que sólo si amo, soy "yo". Sólo cuando amo, vivo. Y no puedo estar envidioso de otros o amargado, pues no puedo dejar de amarme a mí mismo, si Él me ama siempre: haga yo lo que haga, y así voy sabiendo que soy yo cuando respondo a su amor con mi amor, recordaba A. López Baeza: no se hace oración, se "vive" la oración, si no, no conecto, como si no hubiera receptividad. El que ora mirando a Jesús sabe que lo único que tiene que hacer es dejarse amar... no se desprecia a sí mismo, aunque se vea afectado por sus muchos pecados... limitaciones personales... su amor es siempre lo más fuerte que hay en mí... me hace no temer ni siquiera mis propias contradicciones.
La oración es un proceso, en el que yo nunca sé las claves últimas. Sólo se ilumina el paso presente, sé a dónde voy, y ella me da la paz que ensancha mi corazón, fruto de ese fiarse, pero no sé por adelantado lo que va a pasar, no sé del futuro y sus mieles y hieles que me aguardan, noches y desiertos... pero oigo como Jesús me dice: “no temas, basta que te sientas llamado a entrar por el camino”, basta estar guiado por ese deseo de Dios, y ahí en el interior, el espíritu de Jesús trabaja para que aprendamos a vivir de su Amor. En su corazón me enseña que ninguna cosa ni persona me ha de dejar subyugar... En Cristo, desde su corazón, amaré a los demás.
Si la oración está movida por el amor, la vida también estará movida de amor, y no habrá aburrimiento, ningún gesto será inútil ni vacío, sino expresión de ese amor. Tampoco habrá pesimismo ni visión negativa, esa continua obsesión por ver fallos o inventarse preocupaciones, pues si Dios me quiere con mis defectos, estos ya no me impiden que me encuentre a gusto conmigo mismo. La oración es el núcleo de mi existencia, el misterio de mi vida amasada, ya en el tiempo, con la vida divina: "tras de un amoroso lance... volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance". Eso da una libertad que se traduce en la entrega, en una “esclavitud” de amor. El deseo de Dios es el motor de la oración, hambre que ha puesto Él en el alma, que ya no se llena atiborrándose de cosas de la tierra, que saben a vinos aguados de amores versátiles; el alma se abre a mucho más y proclama: “Señor, no soporto ese vacío, lléname este abismo abierto en mi corazón, ese vértigo que me da asomarme a la eternidad”.
Y rezar es así abrir los ojos a la vida, a la belleza de toda la maravilla de lo creado, "extrañarse, asombrarse es comenzar a comprender" (Ortega y Gasset), alzarnos de puntitas para con los brazos abiertos tocar el cielo, y contemplar a Dios en lo que nos rodea.