En la sociedad existe una fuerte tendencia para otorgar carta de naturalidad a realidades (y subrayo la palabra “realidades”, son situaciones que ocurren) familiares postmodernas: películas y series televisivas exhiben modelos alternativos de familia, mostrando su “rostro amable”, de forma que pasa a ser una realidad inocua el modo en el que se organice un hogar: su estructura sería secundaria, lo importante estribaría en los sentimientos que aglutinaran a los diferentes miembros de esa “familia”.
En medio de sonrisas y una trama amable, de historias humanas cautivadoras, se vende un proyecto diferente de familia. Al fin y al cabo son realidades que de hecho se verifican y que progresivamente crecen en el tejido social. La tendencia hacia una redefinición de la familia es fuerte, y busca evidenciar la inviabilidad práctica del “modelo tradicional”, como se le ha dado en llamar a lo que el común de los mortales entiende por familia: la difusión del divorcio, los sucesivos matrimonios, y otro género de uniones lo confirmarían. Muchos cuestionan la bondad natural del “modelo tradicional” y si vale la pena seguir promoviéndolo, por los altos costes que puede suponer: violencia intrafamiliar, frustración, desencanto, desinterés por la vida, etc.
Parece que nos encontramos delante de una estrategia previamente concertada: primero le hago mala prensa al modelo familiar tradicional, que me interesa demoler, para después mostrar los atractivos de otros modelos, “más creativos” y acordes con la cultura contemporánea. Como estrategia, si bien burda, puede ser muy eficaz: cuando alguien pasa por un momento difícil dentro de su matrimonio y todo en su entorno le canta la fealdad del mismo y la belleza de situaciones alternativas, se precisan fundamentos bastantes sólidos para no dejarse seducir por el atractivo de esa felicidad fácil prometida.
Habría que cuestionarnos, ¿es esto verdad? Con frecuencia se tilda a las posturas defensoras de la “familia tradicional” de dogmáticas, por partir de principios doctrinales que posteriormente se quieren aplicar a la realidad, aunque sea por fuerza o a través de grandes sacrificios. Pero cabe pensar que lo mismo sucede con los proyectos alternativos de “familias modernas” o “postmodernas”, como se les quiera nombrar: parto de una abstracción, de lo que debería ser y propongo una familia, irreal e ideal a la vez, a través de los medios. Pero, ¿esto ocurre en la realidad? O es una creación literaria y artística con fuertes motivaciones ideológicas.
La “familia tradicional” tiene en su contra el peso de la historia, de la experiencia: conocemos sus problemas y dificultades, las rupturas que frecuentemente padece y sus patologías. De la familia “postmoderna” en cambio nada conocemos, o casi nada, pero lo que vamos sabiendo en ocasiones da miedo, lo que sabemos por la realidad, no por las series televisivas y las películas. Además, cabría preguntarse, ¿es verdad que la “familia tradicional” es fuente de infelicidad?, ¿es cierto que son escasos los que satisfactoriamente la sacan adelante? Porque a base de exhibir las patologías de la auténtica familia, tal vez nos hemos creído que esa es su constitución natural.
¿No habremos admitido acríticamente una serie de presupuestos no suficientemente sustentados? En concreto, a fuerza de hacer publicidad a lo negativo, nos hemos olvidado de la experiencia milenaria de la humanidad que siempre ha conocido el modelo familiar evidente: papá, mamá e hijos. A base de no publicar lo normal, porque no es noticia, nos olvidamos de la normalidad, en la que en medio de las dificultades propias de la vida, la inmensa mayoría de las familias se ha desarrollado. Tal vez, sin excesiva reflección terminamos por admitir que los “roles” de la familia clásica son un asunto cultural que puede ser impositivo y alienante, olvidando al testimonio de la inmensa mayoría de las madres que se sienten felices y realizadas amando a sus hijos o a su marido. Es decir, nos hemos tragado la doctrina, sin contrastarla suficientemente con la vida.
También sin mucha reflexión y probablemente sin darnos cuenta de la responsabilidad histórica que nos compete, hemos admitido sin más examen, cegados por una propaganda hábilmente orquestada, modelos familiares alternativos. Olvidamos rápidamente los terribles problemas jurídicos y de identidad que han causado las fecundaciones in vitro y las madres de alquiler. Por mi parte, tengo la experiencia de algunos niños que han crecido con una pareja homosexual, y los resultados son lamentables. Podría argüirse que se debe a prejuicios ambientales, lo cierto es que los niños y la familia circundante, lejos de cualquier teoría o discusión ideológica, resultan profundamente afectados en la realidad. ¿Porqué habríamos de permitir que proliferen estos experimentos?, ¿tenemos derecho a experimentar con personas?, ¿nos damos cuenta del alcance social y psicológico que tiene modificar lo que sabiamente la naturaleza ha preestablecido en un aspecto tan fundamental para la sociedad como lo es la familia?, ¿no nos estarán contando “una de vaqueros”?