Algunas mujeres dicen, respecto al aborto: “Hay que hacer lo que nos diga la conciencia”. El problema está en que algunas mujeres tienen veces la conciencia deformada y, además, en momentos de crisis, no se debe de hacer una decisión importante. La mujer tiene derecho a decidir si se casa con el novio o no, y el novio lo mismo. Lo que no tienen es el derecho a decidir por terceros. El bebe tiene el derecho a la libertad de nacer,
Los nuevos pobres en tiempos de globalización son los no nacidos. Entre los pobres se cuentan también los inmigrantes,los alcohólicos y drogadictos, los enfermos de sida y las mujeres en su condición de segregadas del desarrollo y de las oportunidades equitativas de trabajo.
Es interesante estudiar las nuevas pobrezas del mundo globalizado, pero los no nacidos son los más indefensos, porque los demás, aunque de manera muy restringida, algo pueden hacer por sí mismos.
En lo que respecta a los inmigrantes, señalados como la segunda «pobreza» en el mundo moderno, se argumento que son personas que se ven obligadas a buscar trabajo fuera de la patria y se exponen --por ello-- a toda clase de vejaciones y abusos.
Estamos en peligro de perder la sensibilidad ante lo grandioso de la maternidad/paternidad.
En rigor, las actitudes hostiles a la natalidad no sólo son deficitarias en conocimientos de matemáticas (porque no advierten el tremendo problema que se avecina con el envejecimiento de la población) sino que también son inhumanas. Se requiere haber perdido de vista lo que el hombre es y el sentido de la vida, para caer en esa suerte de nihilismo que prefiere la nada al ser; o suscribir el paradójico hedonismo que desprecia los bienes eternos por mantener, a toda costa, algunas comodidades provisionales.
La cuestión del aborto, ¿es un problema de conciencia de la mujer?
No. El aborto no es un problema de conciencia individual de la madre, ni del padre, pues afecta a alguien distinto de ellos: el hijo ya concebido y todavía no nacido.
Los poderes públicos deben intervenir positivamente en la defensa de la vida y la dignidad del hombre, en todos los períodos de su existencia, con independencia de las circunstancias de cada uno.
El aborto provocado no es sólo un asunto íntimo de los padres, sino que afecta directamente a la solidaridad natural de la especie humana.
El Estado tiene la exigencia ética de proteger la vida y la integridad de los individuos, y despreciarían gravemente esta exigencia si se inhibieran en el caso del aborto provocado, como la despreciarían en el de la tortura.
En efecto, carece de sentido una argumentación según la cual los Estados deberían permitir la tortura cuando chocasen el interés de los torturadores por obtener una información o una confesión y el de las víctimas por no facilitarla o no confesar. Los Estados no pueden inhibirse en la defensa de la vida humana o su integridad física o moral argumentando que nadie puede oponerse a que alguien, según su conciencia, crea que debe practicar la tortura. El aborto, como la tortura, nos afecta a todos, y los Estados no pueden ser ajenos a eso.
No podemos pensar que sólo existe lo que tenemos delante de nuestros ojos. El hijo no nacido existe, está vivo, aunque no se vea ni se oiga. La tortura nos la podemos imaginar fácilmente en toda su crudeza, pero hay que hacer un esfuerzo para imaginar la realidad cruda y horrible de un aborto provocado.
Por otro lado, los Estados que permiten legalmente el aborto provocado encuentran para su silencio unos aliados espontáneos en los que tienen la principal obligación de proteger la vida de los hijos no nacidos: la madre y el médico que predica el aborto; mientras que, en el caso de la tortura, los familiares de la víctima son unos acusadores permanentes, y no digamos la propia víctima, si sale con vida del tormento. Por eso se tiende a comprender mucho más fácilmente la obligación del Estado de proteger al torturado que a la víctima de un aborto.
Los Estados tienen obligación de poner los medios, también los jurídicos, para que no se practiquen abortos, del mismo modo que tienen obligación de poner los medios necesarios para que no se asesine, se viole o se robe; y conforme a las técnicas jurídicas actuales, la tipificación penal del aborto como delito es la medida jurídica proporcionada a la gravedad del atentado que supone contra la vida humana.
También existen otros medios jurídicos para que los Estados desarrollen una política contraria a la práctica de abortos (sanciones administrativas, premios o subvenciones a la natalidad, etc.), pero su carácter liviano y colateral no estaría proporcionado a la gravedad intrínseca del aborto, que, por ser un atentado radical a un bien básico y fundamental, merece la máxima protección jurídica, que hoy no es otra que su configuración como delito. Lo mismo se puede decir del homicidio o la violación: deben ser delito, pues no sería proporcional amenazar al asesino o al violador solamente con una multa o algo semejante.
El Estado debe proteger, por todos los medios a su alcance, los valores sobre los que se cimienta el orden social, como lo es la vida humana, y nunca, bajo ninguna circunstancia, puede renunciar a reprimir los atentados básicos y definitivos contra esos valores (homicidio, aborto, violación, tortura...), aunque se sepa que jamás podrán erradicarse, porque eso sería tanto como renunciar a la razón de ser de toda sociedad organizada y del mismo poder público.
Podemos preguntarnos: Y si en un momento determinado, una parte de la población no percibe el aborto como intrínsecamente malo, ¿significa eso que el aborto no ha de sancionarse?
No; si fuese éste el caso, esa parte de la población estaría equivocada, como lo estaban quienes en otras épocas no veían como malas la esclavitud o la tortura. Quienes están equivocados tienen derecho a que se les ayude a salir de su error, y se les impulse a no causar daños irreparables por actuar conforme a su error.
Los valores básicos y esenciales, como la vida del ser humano y su dignidad, son previos, independientes y superiores a las determinaciones de las mayorías. Por eso los Estados no deben guiarse por las opiniones de la mayoría en lo que hace referencia a la naturaleza de las cosas.
Legalizar los abortos no ayuda a su desaparición, sino a que aumente su número. Creer lo contrario es un error muy extendido que desmienten las estadísticas de todo el mundo, sin excepciones. El efecto multiplicador de la legalización del aborto se debe a que la opinión pública general ve como bueno lo que se despenaliza, y cada vez se trivializa más en las conciencias la decisión de abortar.
La ley penal no sólo tiene como fin la persecución del delito, sino también ayudar a conformar la conciencia social sobre los valores básicos de la convivencia, estimulando a los ciudadanos a no cometer lo que se penaliza. Por eso, cuando una determinada conducta se despenaliza, se hace cada vez más frecuente hasta llegar a ser vista como buena y, por lo tanto, a practicarse con naturalidad, en la equivocada creencia de que todo lo legal es moral.
Es radicalmente ilegítimo basar el derecho a la vida de cualquier ser humano en su salud, su habilidad física o mental o cualquier otra circunstancia distinta del hecho de ser humano y estar vivo.