Dialogar con Dios puede resultar difícil. La vida de oración necesita, para desarrollarse, una buena tierra y una serie de factores que no siempre se dan juntos. Necesita, sobre todo, quitar obstáculos que ahogan el corazón, que impiden volar hacia Dios.
Quizá uno de los mayores obstáculos consiste en tener una idea equivocada de Dios, una idea que hace poco agradable, o poco profundo, o poco serio, el trato con Aquel de quien venimos y a quien vamos.
El modo con el cual un niño o un joven “configura” su idea de Dios depende muchas veces de la educación recibida. Normalmente son los padres quienes ofrecen los primeros datos y ejemplos sobre Dios a sus propios hijos. Les enseñan pequeñas oraciones, de confianza, de gratitud, de amor. Les ayudan a ver la belleza de Dios en una flor, una montaña, una mariposa. Les muestran cómo los mismos animales “parecen rezar” a Dios: con las alas abiertas de las gaviotas, con el pico alzado de un pollito que traga un poco de agua y mira al cielo para decir “gracias”...
Estas enseñanzas resultan más profundas si los mismos papás son un reflejo de bondad, de cariño, de respeto. Resulta difícil, para la psicología de un niño, escuchar que debe perdonar a sus hermanos cuando sus papás todo el día están discutiendo y peleándose, sin que casi nunca uno le pida perdón al otro. O aprender que Dios dirige nuestros pasos y que nada pasa sin que Él lo quiera, si luego, ante un problema serio de la familia, papá y mamá no mencionan para nada a Dios, o usan el nombre divino sólo para quejarse (si es que no lo usan, por desgracia, para maldecir o blasfemar).
Igualmente, el niño puede llegar a una idea equivocada de Dios si descubre que sus padres no lo aman. En muchos casos, la primera idea de Dios depende precisamente de la idea que se tiene de los propios padres. El Catecismo de la Iglesia católica (n. 239) observa, sobre este punto, que es necesario reconocer los límites de los padres humanos a la hora de representarse a Dios como Padre: “los padres humanos son falibles y [...] pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad”.
Pensemos, por ejemplo, en niños que nunca han conocido a su padre (o a su madre), o que han vivido en una constante situación de violencias y riñas en casa, o que han llorado ante la separación de sus padres, muchas veces en un clima de odio y de acusaciones mutuas. Situaciones como estas pueden llevar a una idea equivocada de Dios, pueden convertirse en un serio obstáculo a la hora de iniciar una vida de oración.
Otras veces la idea de Dios queda desdibujada por experiencias de dolor o de fracaso. Una oración intensa para pedir por la curación del abuelo o del papá resulta, aparentemente, un fracaso. O un accidente imprevisto hace que todo se ponga al revés: o Dios no sería tan bueno al permitir esto, o no sería tan omnipotente al no haberlo podido evitar.
La idea de Dios puede entrar en crisis por motivos intelectuales. No es difícil encontrar libros de científicos que confiesan haber creído cuando eran niños o jóvenes; luego, explican que su fe se desvaneció a la hora de profundizar en algunas carreras universitarias o al leer algunos libros de autores profundamente ateos o agnósticos. En estos casos, Dios queda completamente desdibujado, si es que no se llega a pensar que era sólo una idea piadosa del pasado. Cuando uno quiere superar los prejuicios que ha adquirido en sus años de estudio, descubre que no es fácil eliminarlos, y que la oración parece un esfuerzo absurdo por hablar contra una imagen muerta o una pared silenciosa...
Existen otros caminos que llevan a desdibujar la imagen de Dios, uno de los cuales resulta profundamente trágico: el pecado. Hay pecados que, gracias a una ayuda particular de Dios, a la finura de conciencia, y a una buena formación en la fe, pueden llevar a una mayor confianza; en estos casos, el pecador descubre que Dios no condena, sino que perdona. Pero otros pecados producen formas de angustia, de desesperación, de abandono, o incluso desencadenan un proceso intelectual que lleva a dejar de lado lo que antes eran certezas profundas de fe, para abandonarse a la incredulidad, o para vivir obsesionados por el miedo de un Dios justiciero que quisiéramos no existiese nunca.
Cada corazón tiene su propio itinerario vital. Es triste llegar a creer que “mi caso” imposibilita la oración o cierra las puertas del cielo. Más bien, con una serena lectura de la propia vida, hecha con la ayuda del Evangelio y de algún buen guía espiritual (un sacerdote, un laico con una profunda experiencia de oración), es posible aprovechar el pasado y descubrir que también mi situación puede convertirse en un trampolín para descubrir a Dios.
Quizá será necesario empezar a rezar, humildemente, como el fariseo: de rodillas, en la última banca de una capilla (Lc 18,9-14). Habrá que pedir una gracia especial, con constancia: Dios anhela que le busque, que le llame, que le pida su ayuda, su Amor. Habrá que abrir los ojos, como un principiante, para descubrir que el Amor ha llenado con su presencia todas las cosas, que Dios es Bueno, que su misericordia es eterna, que también sueña conmigo como nadie hasta ahora lo ha hecho.
Quizá incluso eso nos costará. Entonces, sólo nos queda la oración sufrida, pero también llena de riqueza, de quien dice simplemente: Quiero creer, Señor, pero dudo... ¡ayuda mi falta de fe! (cf. Mc 9,22-24).
(Para profundizar, cf. Catecismo de la Iglesia católica, parte IV, sobre la oración cristiana).