Para muchos, el objetivo principal de la vida humana sería conquistar la propia felicidad. Para llegar a esa meta, uno trabajo o descansa, estudia o juega, se casa o vive soltero, viaja o se queda en casa.
Pero algo nos dice que nuestro corazón no late sólo para alcanzar un objetivo tan hermoso y tan difícil. Porque, en el fondo, el deseo más profundo, el más intenso, el más rico y el más grande que existe en cada ser humano consiste no en buscar la felicidad, sino en amar y ser amados.
Precisamente por ello, quienes aman, quienes se dejan amar, experimentan, sin buscarla, una felicidad intensa, verdadera, estable, noble. Precisamente porque dejan de pensar en sí mismos, porque viven centrados en el bien y la felicidad del otro.
Quien vive en el mundo del amor, no se preocupa de si es más o menos feliz, de si está contento o triste. El centro de su vida es el otro. En función de la persona amada hace o no hace, sube o baja, trabaja o descansa.
El enamorado, por lo tanto, no piensa ya en la propia felicidad, porque lo que se busca es conservar y acrecentar el amor.
Sólo cuando el amor llega a su plenitud y es correspondido, surge entonces una felicidad tan maravillosa que nada ni nadie la pueden herir. Porque la felicidad y el amor van de la mano. La máxima felicidad consiste en amar completamente al ser amado.
En una inscripción griega el poeta había escrito: “Lo más hermoso es lo más justo; lo mejor, la salud; pero lo más agradable es lograr lo que uno ama”. Decía algo muy hermoso, porque vivir enamorado y correspondido es algo que no espera ninguna recompensa: vale por sí mismo.
Por eso Dios es Amor, por eso ama sin buscar “premios” compensatorios. Por eso nos hacemos semejantes a Dios en la medida en que amamos, y si amamos sin medida. De este modo, vivimos según el mensaje de Cristo, que nos dijo que hay más felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35), en amar hasta dar la vida por el amado (Jn 15,13).