Recientemente Benedicto XVI ha vuelto a abordar el espinoso tema del cristianismo y la política, que a primera vista podrían parecer dos realidades por lo menos heterogéneas, cuando no incompatibles o contradictorias. Lo llamativo es que sea precisamente Joseph Ratzinger, el antiguo cardenal que hizo hasta lo indecible por acabar con el maridaje entre religión y política que había forjado la teología de la liberación. ¿Se trata de un cambio oportunista de coordenadas, o por el contrario, de una realidad con suficientes matices como para requerir una delicada disección?
La teología de la liberación era bastante burda a la hora de explicar la relación entre ambas realidades: para ella la religión es política, en la medida en que estaba cerrada a la trascendencia, y la liberación que trae Cristo no es del pecado, sino de las estructuras políticas opresoras. Ofrece una escatología inmanente, es decir, un ideal del hombre y de la fe intramundanos. El Reino de Cristo vuelve a ser, como en los momentos de la predicación de Jesús, un “reino de este mundo”.
La perspectiva que en cambio ofrece el Papa es de corte bien diverso. Su “adversario” es muy distinto: el secularismo y el laicismo, como doctrinas políticamente correctas y posiciones dominantes en la sociedad contemporánea, que buscan excluir cualquier referencia religiosa en la vida pública, encerrando a la fe en el estrecho horizonte de la conciencia. El Pontífice viene a reivindicar la originaria libertad que todo ciudadano posee de expresar y transmitir sus convicciones más profundas, entre las que se encuentran las religiosas, en la sociedad civil. No hay en ello ningún atropello, ni nada de que avergonzarse; es más, muchas veces constituyen una carta de identidad y por lo tanto de garantía.
Es verdad que la relación no resulta siempre sencilla dado que “la política también es un complejo arte de equilibrio entre ideales e intereses”. ¿Dónde comienza el clericalismo?, ¿cuándo es injusta y abusiva una intromisión en el orden público desde la atalaya de la autoridad religiosa?, ¿no es factible caer en una exhibición teatral de la fe con fines populistas, prostituyéndose así las legitimas manifestaciones religiosas?
Tal vez la clave para evitar todos estos “desmanes” tan justamente temidos por los laicistas sea la propuesta por el Papa, que tiene una doble vertiente: que sean los laicos y no los clérigos los protagonistas; los laicos de verdad, es decir, haciendo legítimo uso de su libertad y expresando públicamente y a título personal sus propias convicciones, sin servirse del adjetivo “católicos” o “religiosos” para hacerlas valer o darles un mayor peso específico; menos aún actuando como delegados de la jerarquía, y ensuciándose ellos las manos para que los clérigos las tengan limpias. En segundo lugar –pero mucho más difícil- la coherencia de vida, la integridad de costumbres de los políticos: que sus convicciones no sean verdades para predicar, pero no para vivir. Solo de esa forma resultarán creíbles y auténticos, permitiendo eliminar el halo de duda que podría quedar, de servirse de la religión para hacer valer sus propias opiniones o alcanzar cierta aceptación popular.
Veamos como lo dice el Papa: "Corresponde a los fieles laicos mostrar concretamente en la vida personal y familiar, en la vida social, cultural y política, que la fe permite leer en modo nuevo y profundo la realidad y transformarla". La perspectiva de la fe enriquece nuestra visión del mundo, no la violenta. Por ello no deben excluirse a priori las legítimas aportaciones de la fe y de los hombres de fe a la sociedad. Para ello se requieren políticos que no prescindan de sus convicciones religiosas al hacer su labor, y que se esfuercen por ser coherentes con su fe –es decir, se requiere casi un milagro-:"Se necesitan políticos auténticamente cristianos, pero sobre todo fieles laicos que sean testigos de Cristo y del Evangelio en la comunidad civil y política”.
¿Cuáles son los temas donde deberían hacer sentir su voz estos políticos cristianos? "Los fieles laicos deben participar activamente en la vida política, de manera siempre coherente con las enseñanzas de la Iglesia, compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en el proceso democrático y en la búsqueda de un consenso amplio con todos los que se preocupan de la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la búsqueda necesaria del bien común". Vida, familia, libertad, verdad, solidaridad y bien común como valores con un contenido preciso, como riqueza valiosísima que aportar a la sociedad. Por ello es un error aherrojar la riqueza de los valores fomentados por la fe en el interior de la conciencia, porque es un modo de dejar el camino abierto a los que carecen de estos valores, y pueden en consecuencia empobrecer –como lo estamos viendo- a la sociedad. Urgen en consecuencia políticos cristianos coherentes y sin complejos en el panorama político actual.