Nunca se me olvidarán las palabras que mi madre me dirigió cuando no quería regresar al seminario, a las puertas ya del inicio del noviciado. Verano de 1993, a tres días de marchar a Salamanca (España) para iniciar el noviciado con los Legionarios de Cristo. La situación en mi casa no era muy buena: problemas entre mis padres, problemas familiares y también problemas económicos, entre otros. Lloraba y lloraba porque no entendía qué pasaba. Hacía cuatro años desde que ingresé al seminario menor de Ontaneda, pasando por Moncada, ambos de la Legión de Cristo en España. Era feliz ahí, pero veía sufrir a mis padres y creía que yo podía ayudarles y serles más útil a su lado. A mis quince años de edad, era lo que se me ocurría.
Durante esos quince días de vacaciones en casa con la familia, la batalla interior era ésta: o seguir mi vocación al sacerdocio -todavía inicial y larga-, o ayudar a mis padres para sacar adelante la familia, la casa y todo lo que se pudiera. Poco a poco fui optando por la segunda, más rápida de hacer y más urgente. Pero faltando cinco días para volver al seminario, le dije a mi madre que no me sentía con fuerzas para continuar mi vocación. Ella se sentó a mi lado, me miró durante unos segundos, comenzó a llorar y me dijo: “hijo, no sabes lo que dices. Éste no es tu lugar. Aquí no serás feliz porque no estás hecho para esto. Sigue adelante y así nos ayudarás a ti y a nosotros”.
“Éste no es tu lugar”. Me cayó como un ladrillo por dentro. No supe qué responder y comencé llorar. Me fui a mi habitación, me tiré en la cama pensando y repitiendo esa frase: “éste no es tu lugar…” Me respondía: ¿Qué hago?, y ni quería comer. Curiosamente, al día siguiente, a mediodía, recibo una llamada telefónica del padre rector del seminario, diciéndome que pasaba por ahí y que quería verme, que llegaba como en una hora. Y así fue. Saludó a mi madre (mi papá estaba de viaje) y habló conmigo. Me escuchó y me animó a seguir adelante en el camino de mi vocación. Así, el 16 de julio de 1993, salí con muchas lágrimas y dudas a continuar mi formación sacerdotal.
Han transcurrido casi dos décadas (dieciocho años) desde aquél verano. He pasado de todo un poco. La vocación cuesta, y hoy, como sacerdote, quizá mucho más. Viendo el pasado, hoy me río y hasta me da pena recordarlo así, pues son cosas de niños. Y ante la situación que vive la Iglesia, la Legión y el mismo sacerdocio, he de darme cuenta de lo que entraña una vocación como la que Dios me ha regalado. Lo duro ya ha llegado, y quizá todavía hemos de esperar más, quien sabe. Al que viste de negro, joven y alegre, no se le ve bien; suena a viejo, a raro y -hasta en algún caso- loco. Frente a lo que piensan del sacerdote o de mí, frente a lo mucho que hay que reconstruir y edificar -repito-, queda una postura: que se note que soy sacerdote, porque éste sí es mi lugar. Bien me lo decía mi madre hace tanto tiempo.
Pero es que además, y me gusta repetirlo cuantas veces sea necesario, todo lo que he recorrido hasta el momento –y lo que venga, con la ayuda de Dios-, tiene su valor. Para quien piensa que seguir a Cristo es cuestión de gente rara o sin futuro, yo les respondo: ser sacerdote hoy no sólo vale la pena, vale la vida. Vale la vida dedicarse a Dios 24 horas para que muchas personas nos beneficiemos. ¡Cuánto calor, cuánta paz, cuánta compañía, cuánta escucha, cuánta tranquilidad tener a Dios conmigo y darlo, sin pedir nada a cambio! Vale la vida, no sólo la pena, haber invertido más de veinte años de formación y preparación, de estudios, de trabajar aquí y allá, de meter la pata, de ser regañado, de haber aprendido a hablar y a perdonar. Valió la pena porque ahora, todo eso, vale para regalar la eternidad a muchas personas.
¡Claro que éste es mi lugar! Hoy, mi familia sigue unida, los problemas de antaño ya pasaron, la vida ha transcurrido y puedo decir que mi madre sí tenía razón: “Hijo, no sabes lo que dices, éste no es tu lugar . . .” Porque ser sacerdote sí es mi lugar, y porque ser sacerdote no sólo vale la pena, vale la vida misma.