Cada vida humana inicia desde el amor y para el amor. El amor de unos padres es tan rico, tan poderoso, que permite el nacimiento de nuevos hijos. Ese amor se prolonga, continúa, en la acogida a esos hijos, en la atención a sus necesidades más elementales (leche, calor, curas médicas), en el ofrecimiento de una educación para avanzar hacia la edad madura, hacia el enriquecimiento de la inteligencia y de la voluntad.
El amor nos permite caminar a lo largo de la vida. Un amor que se mueve en todas las direcciones. Podemos amar al “hermano sol” y a la “hermana luna”. Podemos descubrir una especie de “fraternidad universal” con millones de creaturas que conviven a nuestro lado, que brillan con mil colores, que cantan como un riachuelo bullicioso o como un jilguero enamorado.
El amor nos permite descubrir los tesoros que se esconden detrás de cada rostro, bajo las apariencias de un vestido pobre o de una piel arrugada y vieja, tras los barrotes de una cárcel o sobre el lecho de un hospital triste y sombrío.
El amor nos lleva a decir a quien viene del mismo Dios, al que vive a nuestro lado, “es bueno que existas, es bueno que estés en el mundo” (J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1972, p. 436).
“Es bueno que tú existas”. Especialmente es bueno porque tú y yo tenemos una misma misión, estamos llamados a la misma plenitud. Porque podemos y tenemos energías para amar, para amar y para dejarnos amar. Para amar y para dar una vida que hemos recibido gratis, porque otros dijeron que éramos buenos, que valíamos mucho, que teníamos un tesoro escondido bajo la piel y las lágrimas confusas de un niño recién nacido.
El amor es la vocación más grande, más completa, más realizadora, de cualquier existencia humana. Una vocación que descubrió aquella joven carmelita, santa Teresa del Niño Jesús, hasta llevarla a exclamar llena de alegría: “he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío, eres Tú quien me lo ha dado... En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor... Así lo seré todo”.
Serlo todo. En la Iglesia y en el mundo. Es bueno existir, es bueno poder amar, es bueno descubrir la bondad escondida en cada creatura y, especialmente, en cada hermano. Es bueno, en fin, poder alzar los ojos y mirar al cielo. Allí nos espera el Amor en persona. Allí podremos ser eternamente, en Dios y con Dios, hogueras de amor inextinguible.