Un niño juega con el viento. Quiere atraparlo, pero se le escapa de las manos.
El aire ríe. Sabe que la niñez, como todas las edades, es algo fugitivo: huye para no volver más. La tormenta explota, en medio de los rayos y las sombras. Los pétalos de las flores caen veloces. El agua corre por las calles y las nubes se alejan después de haber bañado los montes y los valles.
Mientras, el niño mira por la ventana. Sabe que las nubes volverán, pero no sabe si estará allí para gozarlas. En la carretera se vislumbra un coche que se aleja. Una niña asoma al balcón su piel morena y busca y sueña. Las golondrinas giran por las calles, y el canto repetitivo de la tórtola viste con un tono misterioso los ruidos de la tarde.
Las campanas de la iglesia suenan a muerto. Alguno ha dejado de vivir en nuestro valle. Fue niño, jugó a canicas, corrió detrás de las gallinas y tiró piedras a las farolas. Ahora lo llevan a enterrar. Lo lloran sus hijos y nietos, mientras las calles comienzan a secarse ante el sol que brilla con su alegría silenciosa.
Un grillo canta. La noche está esparciendo estrellas sobre los tejados. Los jóvenes ven, entre curiosos y angustiados, un partido de fútbol en la tele. La luna remolonea, y algunas ranas comienzan a elevar su voz profunda y seca. Las hormigas han entrado en sus casas, mientras las golondrinas buscan rincones para el descanso merecido.
La vida sigue, como un misterio. Nuestros ojos apenas alcanzan a ver lo que ocurre, y nuestro corazón palpita, con emoción, cuando un sollozo intenso y agobiado nos recuerda que un niño nace en algún rincón de nuestro pueblo, por la calle que baja hacia la iglesia...
Sobre las piedras malheridas de una tumba abandonada se vislumbra la señal de un Cristo amigo. La muerte es sólo una frontera. Allá, en la otra orilla, Dios acepta a los que amaron. Lo demás se pierde, hecho nube de cenizas, con el viento de una tarde de verano...