Me gustó la anécdota que leí, de un niño que encontró un capullo de una mariposa y se lo llevó a casa. Un día vio que había un pequeño orificio y entonces se sentó a observar: la mariposa luchaba por abrirlo más grande y poder salir... forcejeaba duramente para poder pasar su cuerpo a través del pequeño agujero. Parecía que se había atascado. El niño quiso ayudar con unas tijeras, y por fin la mariposa pudo salir de aquella cárcel que le aprisionaba. Tenía un cuerpo muy hinchado y unas alas pequeñas y dobladas. Espero a que volara, pero inútilmente, se quedó mermada en sus facultades, pues el niño no sabía que la mariposa necesita un esfuerzo y tiempo para hacer llegar líquidos a las alas, permitiendo que éstas se fortalezcan y extiendan. Todo tiene su tiempo, cuesta un esfuerzo que no es bueno eliminar. Hay que tener paciencia para que las cosas resulten como lo queremos. El niño esperaba que las alas se desdoblarían y crecerían lo suficiente para soportar al cuerpo, que se contraería, al reducir lo hinchado que estaba. La mariposa solamente podía arrastrarse en círculos con su cuerpecito hinchado y sus alas dobladas. Nunca pudo llegar a volar. La restricción de la apertura del capullo y la lucha requerida por la mariposa, para salir por el diminuto agujero, era la forma en que la naturaleza forzaba fluidos del cuerpo de la mariposa hacia sus alas, para que estuviesen grandes y fuertes y luego pudiese volar. La libertad y el volar solamente podían llegar luego de la lucha. Al privar a la mariposa de la lucha, también le fue privada su salud. El sentimiento no siempre acierta, cuando nos hace evitar el esfuerzo. Algunas veces las luchas son lo que necesitamos en la vida. Si la naturaleza nos permitiese progresar por nuestras vidas sin obstáculos, nos convertiría en inválidos. No podríamos crecer y ser tan fuertes como podríamos haberlo sido. ¡Cuánta verdad hay en esto! Cuántas veces hemos querido tomar el camino corto para salir de dificultades, tomando esas tijeras y recortando el esfuerzo para poder ser libres. Necesitamos recordar que nunca recibimos más de lo que podemos soportar y que a través de nuestros esfuerzos y caídas, somos fortalecidos así como el oro es refinado con el fuego. A veces son necesarias las experiencias del dolor, esfuerzo, del error y los fracasos, para poder crecer. Cuesta dejar a los que nos siguen que hagan su propia experiencia, que aprendan de las propias, que tengan obstáculos, pero ¿queremos que sean inválidos, que no crezcan? El camino corto para evitar dificultades, tomar las tijeras y cortarlas, es quitar la posibilidad del esfuerzo que luego permite poder ser libres, tener esa fortaleza que supone saber esperar, dominar impulsos de la ira, controlar las emociones y sentimientos para enfocarlos según la verdad y el bien, saber reírse de una broma en lugar de enfadarse, tener buen carácter y así ser querido por todos, soportar la amargura con paciencia, actuar con grandeza de ánimo –magnanimidad-, ser espléndidos a la hora de actuar pensando en los demás, ser capaz de acometer un trabajo con constancia y esperanza aunque no se vean enseguida los resultados –longanimidad-. Esa persona, adiestrada en luchas con esfuerzos y caídas, será fortalecida así como el oro se refina con el fuego, un juez justo, un gobernante que no tolera el chantaje, una madre o un padre que dan la vida día a día por la familia, pues –como se leía en otro mensaje que corría por Internet- “la fortaleza de un hombre no está en el ancho de sus hombros, sino en sus brazos cuando abrazan”. Esa es la auténtica gallardía, saber querer pase lo que pase. No es tanto hacer “cosas importantes” en la empresa, sino descubrir que es aún más importante ayudar en casa cuando uno está cansado al volver de trabajar, en atender al hijo que quiere ser escuchado por su padre, y éste tiene ganas de ver el periódico o la tele. No está la fortaleza en los éxitos (fachada), sino en el corazón (servicio): “La fortaleza de un hombre no esta en lo duro que puede golpear... Está en lo cuidadoso de sus caricias”, seguía diciendo el mensaje: “La fortaleza de un hombre no esta en el peso que pueda levantar... Está en las cargas que pueda llevar a cuestas”. En salir de uno mismo para pensar en los demás: “Dios premia siempre, dando a sus almas una honda alegría, a los que tienen la generosa humildad de no pensar en sí mismos” (san J. Escrivá).