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El pecado ante el Amor

El pecado pone al vivo la relación que existe entre Dios y los hombres. Existe pecado porque hay un Dios que sueña y que piensa en un mundo bueno y hermoso, dotado de bellezas magníficas, nacido de un Amor eterno.

En ese mundo viven y mueren creaturas libres... Libres, tan libres que pueden decir no al proyecto de Amor, que pueden rechazar al mismo Dios.

Sin Dios no habría pecado, porque hablar de pecado es hablar de una ruptura con Aquel Amor del cual todo procede y al cual todo se dirige. Una ruptura dramática, siniestra, profunda. Una ruptura que se convierte, en el fondo, en ruptura con nuestros hermanos: entre el amor a Dios y el amor a los hermanos hay un nexo profundo, radical, inseparable (cf. Benedicto XVI, encíclica “Deus caritas est”).

Si Dios es Amor, renunciar a Dios es renunciar al amor más profundo y más hermoso al cual estamos llamados como seres humanos. Si Dios es Verdad, al pecar nos acercamos a la mentira y a las tinieblas. Si Dios es Camino, el pecado nos aleja de la meta y nos introduce en un mundo desconocido y hostil. Si Dios es Vida, el pecado nos lleva a la muerte y al dolor sin sentido.

Reconocer que hemos pecado es ya parte del camino del regreso. Quien se autodeclara pecador es como el ciego que se sabe ciego y por eso desea ser curado. Puede entonces pedir ayuda al Dios que nos modeló como el alfarero modela sus vasijas (cf. Is 29,15-16), para llegar a ser aquello que Dios soñaba, para vivir en el Amor profundo y verdadero.

Al ver el pecado, al mirar a Dios que nos soñaba buenos, seremos capaces de descubrir que el Amor no dejó de amar cuando hicimos ese mal que nos arruina. La idea de pecado se une, casi misteriosamente, a la idea de la misericordia. Si el pecado es comprensible sólo como ofensa a un Dios Creador y Padre y como ruptura con mis hermanos, la superación del pecado puede venir sólo a partir de un gesto de perdón por parte de ese Dios que ama también al hijo errabundo y ciego.

No podemos, por lo tanto, mirar nuestro pecado y dejarnos abatir por su gravedad, por su vileza, por la injusticia que entraña. El corazón cristiano descubre, gracias al Hijo nacido entre los hombres, gracias a Jesús el Nazareno, que si fue grande el pecado, es mucho más grande la misericordia (cf. Rm 5).

Las faltas, es verdad, producen heridas dolorosas. El amigo traicionado, el pobre despreciado, la madre o el padre abandonado, el hijo eliminado antes de nacer, el compañero expulsado de su trabajo por una calumnia miserable... Son hechos del pasado que dejan una huella profunda, que llevan a lágrimas de sangre.

Pero la misericordia baja hasta lo más vil del hombre, cura lo más profundo de la pena. Permite, incluso, hacer mucho más bien entre los hombres que el mal que sembramos por culpa de un pasado de caprichos locos.

Una buena confesión lleva a cambios profundos, a gratitudes generosas. Quien ha recibido tanto amor, quien ha sido sanado en el corazón herido, llora conmovido ante el cariño de un Dios bueno, empieza a vivir enamorado del Padre y de los muchos hermanos que viven a su lado (cf. Lc 7,37-50).

Recorremos cada día una historia dramática y bella. Quizá hoy un nuevo tropiezo dejará heridas sobre heridas. Pero quizá también hoy romperé con el mal que me amordaza y empezaré a respirar un aire nuevo: el aire fresco que me ofrece el Padre enamorado que camina tras las huellas de sus hijos más pequeños...