Cada uno de nosotros podemos tomar decisiones, y podemos cambiarlas, para mejor o para peor...
Hace años, en Estados Unidos, ocurrió algo que nos hace reflexionar sobre nuestras opciones. Un señor de 28 años sufría por culpa de la diabetes. Quedó ciego, y tuvo que recurrir cada vez con más frecuencia a la diálisis. Estaba cansado de sufrir y de causar molestias a su familia. Un día, decidió acelerar la muerte: renunció a la diálisis y esperó la llegada del momento final. Cuando la muerte se iba acercando, su esposa y el médico que lo atendía empezaron a darle calmantes. De repente, el enfermo cambió su decisión. Suplicó a gritos: “¡vamos a la diálisis, quiero vivir!” No le hicieron caso: había que respetar la decisión anterior, e imponerla como obligatoria ahora que nuestro enfermo estaba cambiando de idea. Cuatro horas después, terminaba su existencia...
La verdad es que podemos cambiar nuestras decisiones en cualquier momento. Siempre que haya algo de lucidez, se mantiene activa nuestra libertad. Por la mañana decido ir de excursión, y cuando estoy a punto de salir de casa, cambio mis planes y me quedo en casa para leer una novela. Por la tarde salgo al cine para ver una película y, al ver la cola, me quedó en un bar hablando con los amigos. Por la noche me propongo arreglar las cuentas de la casa, y, cuando escucho que hay una película de intriga en la televisión, termino el día frente a la pequeña pantalla...
Si podemos cambiar en cualquier momento, ¿significa que no podemos tomar ninguna decisión seria en el camino de la vida? Parecería que ni podríamos casarnos “para siempre”, ni podríamos tener hijos (nos obligan a cuidarlos todos los días), ni hacer un contrato de trabajo, ni una promesa a un amigo... Pero también hay ventajas: si me equivoqué en mi decisión, puedo arreglar las cosas. Puedo dejar un negocio sucio, puedo romper con un amigo tramposo, puedo renunciar al vicio del vino (aunque cueste)...
Hay que reconocer que sí podemos tomar decisiones muy profundas y duraderas en nuestra vida, y que somos capaces de mantener muchas promesas y muchos contratos. La mayor parte de los hombres y mujeres de nuestro planeta son fieles: a sus padres, a sus hijos, a sus obligaciones, a sus convicciones más profundas y duraderas. Normalmente sus vidas no aparecen en las noticias, porque es noticia lo extraño y lo escandaloso. Pero no por eso hemos de pensar que la fidelidad es imposible.
La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿por qué algunos son como veletas, incapaces de cumplir sus proyectos, y otros llegan a la vejez llenos de realizaciones y de fidelidad? La respuesta no es fácil. Quizá el secreto está en la capacidad que tenemos de amar: quien ama se compromete para siempre, sin límites, se da a sus deberes, a su familia, a sus amigos. También se dan casos de personas que, simplemente, viven de inercia. Pero la inercia “aguanta” mientras no haya obstáculos graves. El enamorado, en cambio, “aguanta” todo, porque el amor, nos dice la Biblia, “es más fuerte que la muerte”.
No podemos olvidar, a la vez, que vivimos en un mundo en el que se fomenta al máximo la libertad, incluso el libertinaje, de unos, pero se impide la libertad de los débiles, de los enfermos, de los ancianos. El caso del enfermo de 28 años es un ejemplo de estas injusticias: no pudo vivir un poco más porque no le dejaron cambiar su decisión. El que un niño en el seno de su madre no pueda nacer porque los adultos no lo quieren es una enorme prepotencia. El que un anciano no pueda permanecer en su casa o donde quiera porque sus hijos le obligan a ir a una pensión es algo muy triste.
La libertad debe ser defendida para todos, también para los débiles. No es justo el que unos puedan usar su libertad en contra de otros. No es justo el que sólo algunos puedan hacer todo lo que se les ocurra mientras otros, por vivir pobremente o por estar enfermos, no puedan tomar ninguna decisión libre y responsable.
Conviene recordar, finalmente, que no todo lo que decidamos, de por sí, es bueno. Si decido emplear el sueldo para emborracharme, está claro que algo no está bien, sobre todo (pero no sólo) si tengo familia. Si abandono al esposo/a o a los hijos para divertirme, tomo una decisión libre que hiere en lo más profundo el corazón de aquellos a los que más debería amar. Si, en un momento de cansancio o de dolor, quiero suicidarme, tengo que responder ante Dios de mi gesto desesperado, y dejo una pena enorme en tantas personas que me rodean y que, quizá sin darme cuenta, me quieren de verdad.
La libertad es uno de los grandes misterios de la vida humana. Mientras algunos psicólogos se empeñan en decir que la mayor parte de nuestros actos es el resultado de condicionamientos sociales, cerebrales o de otro tipo, cada día tomamos cientos de pequeñas y grandes decisiones, que escriben nuestra biografía y que nos unen, o nos distancian, de los que viven a nuestro lado.
Un poder tan grande quizá nos produzca un poco o un mucho de temor. Pero para quien ama, la libertad es un regalo precioso, pues sólo desde ella podemos seguir amando. En el tiempo y en la eternidad...