El mal nos escandaliza. Millones de niños que mueren de hambre, guerras endémicas que hunden en la pobreza a los pueblos, atentados criminales que acaban con la vida de inocentes, médicos que practican el aborto como si fuese una operación ordinaria.
Ante tantos males, ante tanto dolor, muchos se rebelan. Algunos llegan a negar que Dios exista. No ven cómo sea posible pensar que exista un Dios bueno mientras el mundo vive dramas profundos e injusticias que claman al cielo.
Pero pensar que Dios no exista, ¿soluciona el problema del mal? ¿Empieza el mundo a ser comprensible si cancelamos de nuestro corazón la idea de un Dios bueno?
Sin Dios en el horizonte, el universo se explica simplemente según leyes complejas estudiadas por la física y por otros saberes humanos. Todo surge desde energías y choques, desde mutaciones casuales y factores más o menos conocibles, desde accidentes y equilibrios inestables.
En la visión atea, una evolución sin proyecto ni metas prefijadas controlaría los destinos del universo y del planeta Tierra. La vida aparecería desde casualidades muy precisas. Luego, los vivientes de la Tierra y de aquellos otros lugares donde existan, luchan despiadadamente por sobrevivir, por quitar comida y espacio a los rivales, por “perpetuarse” de alguna manera en los hijos.
En esta perspectiva, el ser humano es visto como un viviente dotado de un cerebro sumamente complejo, abierto a un enorme número de elecciones imprecisas. Un cerebro que explica la variedad de opciones y de culturas, las diferencias profundas entre un Adolf Hitler y una Madre Teresa de Calcuta, un terrorista asesino y un voluntario entre los pobres. Para el ateo, unos y otros viven con certezas que no pueden ser probadas, desde la casualidad de sus orígenes y sin un destino más allá de la tumba o el crematorio.
El mal, entonces, sería visto como la consecuencia necesaria de una evolución caótica y confusa, que permite tantas diferentes opciones humanas, tantos terremotos e incendios, tantos virus y explosivos. La historia avanza en una continua lucha. ¿No decía Heráclito que la guerra era el padre de todos, y que a unos les destina a ser reyes mientras que a otros los convierte en esclavos?
Pero incluso en esa perspectiva, ¿no notamos que el mal nos deja inquietos, que sigue siendo un problema, que nos lleva a la búsqueda de un sentido y de una salida a tantas miserias? ¿O debemos prescindir de toda esperanza, resignarnos a un mundo que quizá pueda ser “mejorable” en sus parámetros, pero sin llegar nunca a eliminar esas enfermedades y esas muertes que nos angustian? ¿Y quién es el puede decir que el mundo “mejora” y según qué criterio escogemos un camino de progreso en vez de otro?
Frente a la visión atea, queda en pie la hipótesis opuesta: que el mundo tenga un sentido, que exista un Dios que origina la luz y la energía atómica, las estrellas y los mares, el zumbido de la abeja y la ternura de una madre que cuida a su pequeño.
En la visión creyente, el hombre no es un fruto extraño de una evolución sin sentido, sino alguien amado y deseado, para el tiempo y para lo eterno. Ante Dios, la libertad no es simplemente el resultado de circuitos neuronales muy complejos, sino la vocación profunda de quien puede dedicar su vida al odio o al amor, al egoísmo o a la entrega, a la desesperación o al trabajo humilde y sencillo por mejorar un poco la vida de un planeta de misterios.
El mal, es posible intuirlo aunque sea entre lágrimas, forma parte de un designio divino, de una permisión que no comprendemos del todo. Si existe la libertad, entonces el amor es algo que depende de cada uno, que decidimos ante los mil vericuetos de la vida. Y si el amor es libre, también es posible optar por el mal. Unos, entonces, se convierten en verdugos, mientras que otros sufren como víctimas.
La fe en Dios abre, entonces, un horizonte de esperanza: el mal no es la última palabra de la historia, pues existe una justicia superior (divina) que rescata al inocente y no deja de tender su mano para que se convierta el culpable. La cruz de Cristo es el culmen de la maldad humana y, al mismo tiempo, el culmen del Amor que destruye el mal y da sentido al dolor y al misterio de la muerte.
Ahora toca a cada uno escoger si amará o vivirá de egoísmo, ante la mirada serena y profunda de ese Dios que es Padre y que nos invita a ser sus hijos, a vivir como hermanos en la misma tierra y, así lo suplicamos desde el corazón, en el cielo eterno.