El hombre perfecto
1. PERFECCIÓN PSÍQUICA DE JESÚS.-
¿Pero había un alma sana en este cuerpo? En vista de lo extraño de su conducta, enseñanzas y aspiraciones, es muy comprensible que el hombre vulgar contemporáneo de Jesús, carente del sentido de lo extraordinario y de lo heroico, y cuyo criterio no salía de lo común, quedase perplejo y aun contrariado ante la figura de Jesús, considerándole a veces psíquicamente enfermo.
Los primeros que renegaron de él fueron sus propios parientes, que afirmaban "había perdido el juicio" (Mc. 3, 21). Esta era, en el fondo, la opinión de los fariseos, sus enemigos, al decir que un espíritu maligno obraba en él (Mt. 12, 24). Esas expresiones del espíritu enfermo y maligno se han perpetuado a través de los siglos y han vuelto a repetirse en nuestros días, con el fin de suprimir definitivamente, de modo simple y brutal, el enigma de Jesús en el mundo, y aunque no sea más que por ese motivo debemos esclarecer la cuestión del estado mental de Jesús desde el punto de vista humano.
Sólo al habernos dado suficientemente cuenta de las principales directrices y de los rasgos dominantes de su fisonomía mental, podremos contestar con seguridad si Jesús debe ser clasificado entre los desequilibrados, o, por el contrario, merece ser considerado como un ser superior, supremo y hasta incomparable, absoluto y divino. Vamos, pues, a estudiar el estado psíquico de Jesús; ¿cómo se comportaba en cuanto hombre, qué idea debemos formarnos de él?
Los evangelistas nos hablan con toda claridad. Si algo les llamó la atención en el modo de ser de Jesús, fue la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Si se quiere intentar lo imposible y expresar en una sola palabra la fisonomía humana de Jesús, debe decirse que fue verdaderamente un hombre de carácter, apuntando inflexiblemente hacia su fin, para realizar la voluntad de su Padre hasta el último extremo, hasta derramar toda su sangre.
Ya su modo de hablar, las repetidas expresiones: "Yo he venido", "yo no he venido", traducen perfectamente ese "si" y ese "no", consciente e inquebrantable, y esa sumisión absoluta a la voluntad del Padre, que constituyó la ley de su vida.
"Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra"(Mt. 10, 34); "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Mt. 9, 13); "El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc. 19,10); "El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida para rescate de muchos" (Mt. 20, 28; Mc. 10, 45); "No he venido a destruir la ley ni los profetas, sino a completarlos" (Mt.5, 77'); "Yo he venido a poner fuego en la tierra, y qué he de querer sino que arda?" (Lc. 12, 49) Jesús sabe lo que quiere y lo sabe desde un principio. Ya a la edad de doce anos, cuando sus padres le encuentran en el templo, expresa claramente todo el programa de su vida: " ¿No sabíais que debo emplearme en las cosas de mi Padre?" (Lc. 2, 49). Desde el punto de vista de la psicología, las tres tentaciones en el desierto son una victoriosa superación de la posibilidad contraria a Dios, satánica, que se le ofrecía; hacer uso de su poder como Mesías, para su glorificación personal, para un fin egoísta, en vez de emplearlo para constituir la teocracia del Padre. Podemos percibir con toda exactitud con cuánta claridad ve Jesús aquí, desde el principio de su vida pública, el nuevo camino de su entrega y sacrificio a la voluntad de su Padre, y con qué resolución lo emprende.
Más tarde, no serán sólo sus enemigos quienes intenten apartarlo de él. En tres pasajes, por lo menos, se deja ver la influencia de sus propios discípulos, que tratan de hacerle abandonar la senda del sacrificio y de la Pasión que había emprendido irrevocablemente. Ya en Cafarnaúm sus mismos parientes le oponen resistencias ocultas (Mc. 3, 21) que se aumentaron hasta la posterior y manifiesta oposición de Pedro en Cesárea de Filipo: "¡Ah, Señor; de ningún modo ha de verificarse eso en ti!" (Mt. 16, 22).
Y alcanzan su máxima expresión cuando Jesús habla de dar a comer su carne y a beber su sangre (Jn. 6, 57). "Muchos discípulos se separaron definitivamente de El en esta ocasión" (Jn. 6, 66). Pero no por eso dejó Jesús de seguir su camino, decidido a ir sólo, abandonado de todos si fuera necesario. Ni una palabra de apaciguamiento para retener a sus discípulos, solamente esta única y concisa pregunta: "¿Y vosotros, también queréis iros?" (Jn. 6, 68). Jesús aparece siempre como hombre de voluntad resuelta.
Jamás se le ve, en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo de obrar, vacilar, permanecer indeciso, y menos volverse atrás. Jesús pide esta misma voluntad, firme e inflexible a sus discípulos, cuando dice: "Quien tiene la mano en el arado y mira atrás, no sirve para el Reino de Dios" (Lc. 9, 62). El que va a construir una torre, se sienta antes y saca cuentas de los gastos necesarios" (cf. Lc. 14, 28), "El que declara la guerra a un rey comienza por hacer el recuento de sus tropas" (Lc. 14, 31). Con ello infunde a sus discípulos su modo de ser. Están muy lejos de El la precipitación y más aún la indecisión, las claudicaciones y las salidas de compromiso.
Todo su ser y su vida en un "sí" o "no". Jesús es siempre el mismo, siempre dispuesto, porque cuando habla y cuando obra, siempre lo hace con plena lucidez de conciencia y con toda su voluntad. Sólo El puede afirmar con toda verdad: "Que vuestra palabra sea sí, sí, no, no. Lo demás es un mal"(Mt. 5, 37).
Todo su ser y toda su vida son unidad, firmeza, luz y pura verdad producía tal impresión de sinceridad y energía, que sus mismos enemigos no podían sustraerse a ella. "Maestro, sabemos que eres veraz y no temes a nadie" (Mc. 12, 14). En esta unidad, pureza y diafanidad de todo su ser íntimo está la explicación psicológica de su lucha a muerte contra los fariseos, esos sepulcros blanqueados representantes de todo lo que hay de falso en la religión y en la vida. Lo cual le llevó directamente a la cruz. Desde el punto de vista psicológico, lo trágico de su destino fue la verdad y lealtad de todo su ser y la fidelidad a sí mismo en servicio de su Padre.
Jesús fue plenamente un carácter heroico, la encarnación del heroísmo; y esa disposición y entrega absoluta de su vida por la verdad admitida es lo que exige a sus discípulos; en suma, el heroísmo es algo innato en El.
Lo único que le falta al joven rico, que ha guardado todos los mandamientos, es vender todos sus bienes y seguir a Jesús (Mc.10, 21), y el verdadero discípulo de Jesús debe tener suficiente valentía y ánimo para no tomarse siquiera el tiempo de enterrar a su propio padre: "Dejad a los muertos enterrar a los muertos" (Mt. 8, 22; Lc. 9, 60). No se trata de los muertos sino de los vivos. El verdadero discípulo debe "odiar" a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas y aun su propia vida, esto es, según el sentido arameo, pasarlo todo a segundo término, para seguir a Jesús (Lc. 14, 26; Mt. 19, 29; Mc. 10, 29).
Esa voluntad robusta, concentrada hacia su fin, esa iniciativa y esa fuerza en la acción hacen de Jesús un verdadero jefe. Llama a Simón y Andrés, y al punto dejan éstos sus redes (Mc. 1, 16). Después son Santiago y Juan quienes dejan a su padre en la barca con los jornaleros (Mc. 1, 20). Arroja del templo a los vendedores y nadie osa resistirle. Su temperamento es avasallador y regio su porte. Los discípulos se daban cuenta de ello. De ahí su temor respetuoso a su Maestro y el convencimiento de la distancia que los separa de El. Los evangelistas repetidas veces, señalan la extrañeza y aun el temor de los discípulos ante sus discursos y prodigios. (Mc. 9, 6; 6, 51; 4, 41; 10, 24-26), el miedo a interrogarle (Mc. 9, 32). Marcos comienza el relato del último viaje de Jesús a Jerusalén con estas significativas los demás hombres. Por ello amaba la soledad. En cuanto podía sustraerse al gentío, después de predicar y curar, se retiraba a un lugar solitario o a una colina silenciosa. Los evangelistas lo indican insistentemente: "Y, despedidas las gentes, subió al monte, apartado, a orar...y allí estaba solo" (Mt. 14, 23). Era, como diremos luego, una soledad "en el seno de su Padre"; es decir, a solas con El. Era un alejamiento de la turba, una reconcentración ia, que dimana de su persona era tal, que, para explicarla, la multitud buscaba los nombres y jerarquías más altas. "¿Será el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas?" (Mt. 16, 14).
Jesús tenía conciencia de esta diferencia que le separaba del pueblo y de todos. Más adelante hablaremos de la profundidad de este conocimiento y cómo comunicó a toda su vida y a su muerte, aliento, sentido, calor y energía Jesús sabía muy bien que no era como los demás hombres. Por ello amaba la soledad. En cuanto podía sustraerse al gentío, después de predicar y curar, se retiraba a un lugar solitario o a una colina silenciosa. Los evangelistas lo indican insistentemente: "Y, despedidas las gentes, subió al monte, apartado, a orar...y allí estaba solo" (Mt. 14, 23). Era, como diremos luego, una soledad "en el seno de su Padre"; es decir, a solas con El. Era un alejamiento de la turba, una reconcentración de su fuerza, de donde saltaban, como de profunda fuente, las aguas de la vida.
Según las leyes de la psicología, esa fuerza tan extraordinariamente concentrada y disciplinada, esa potencia anímica debían necesariamente manifestarse también al exterior en alguna expresión dura o por algún acto audaz frente a la oposición de las fuerzas malignas y enemigas. Jesús podía irritar se en esas ocasiones con justa cólera, como los profetas del Antiguo Testamento, un Oseas, un Jeremías, o como Moisés cuando arrojó al suelo las Tablas de la Ley.
Para conocer a Jesús es necesario conocer también este aspecto de su alma, en la que sólo existe una fuerza concentrada, una voluntad en tensión, y también el ardor de una pasión santa. Basta advertir la emoción que brota de sus palabras y de sus actos: "¡Retírate de mi vista Satanás!" así ahuyenta la aparición tentadora (Mt. 4, 10). "¡Apártate, Satanás, que me eres escándalo!", contesta a Pedro cuando intenta apartarle de la vía dolorosa (Mt.14, 23). "Fuera de mi vista, inicuos, nunca os he conocido", dirá el día del juicio a los que no han socorrido a sus hermanos cuando les vieron necesitados en la tierra (Mt. 7, 23). No hay aquí calma y contención, sino movilidad profunda y una verdadera pasión.
Este arrebato ardiente y vehemente del hombre interior se patentiza en muchas de sus palabras, cual relámpago que refulge y trueno que retumba En la parábola de la cizaña; "El Hijo del Hombre enviará a sus ángeles, que reunirán a todos los malvados y seductores del Reino y los echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes" (Mt. 13, 41). Análogamente en la parábola de la red: "Los ángeles vendrán y separarán los malos de los buenos y los echarán al horno del fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes" (Mt. 13, 49).
Asimismo terminan airadamente las parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas y cabritos (Mt. 25, l y ss.)(25, 14 y ss) (25, 33 y ss.). En la parábola del siervo despiadado, el Señor, "lleno de cólera", entrega a la justicia al siervo sin entrañas hasta que pague enteramente su deuda (Mt. 18, 34) En las bodas del hijo del rey, éste se irrita y envía su ejército y manda matar a los homicidas e incendiar su ciudad. Y cuando el soberano divisa en la sala del festín a un hombre que no está vestido de gala, indignado, manda: "Atadlo de pies y manos, tomadle y echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el crujir de dientes" (Mt. 22, 13). En la parábola de los dos administradores llega inopinadamente el señor y manda descuartizar al siervo infiel y darle el merecido castigo de los traidores (Lc. 12, 46).
Sin duda, los sentimientos que inspiraron dichas parábolas están pictóricos de vida y no hay la menor huella de blando sentimentalismo. Las expresiones de Jesús contra los fariseos y escribas, la casta dominante, y contra los doctores de Israel, reflejan ardorosa indignación: "¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque exprimís las casas de las viudas y por pretexto hacéis larga oración; por eso llevaréis un juicio más grave...Guías ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello... Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque limpiáis lo limpias lo que está fuera de la copa y del plato, mas estáis interiormente llenos de robo y de inmundicia" (Mt. 23, 14, 24, 25). No es posible figurarse a Jesús en estas ocasiones más que con ojos llameantes y rostro encendido.
La misma fuerza y el mismo ardor de sentimiento se trasluce en algunos actos, por ejemplo, cuando arroja a los vendedores del templo, poco antes de su Pasión. Echa a compradores y vendedores, derriba las mesas de los cambistas y los asientos de los mercaderes de palomas, no permitiendo que lleven ningún objeto del templo (Mc. 11, 15 y ss). Estalla también su enojo en la maldición de la higuera que aún no daba frutos porque "no era el tiempo de los higos" (Mc. 11, 13). En ambas ocasiones la ira de Jesús toma proporciones que pudieran parecer desconcertantes, pues los compradores y vendedores del templo creían estar en su derecho.
¿No habían pagado regularmente a la autoridad la contribución de venta? En cuanto a la higuera, era del todo inculpable el no producir fruto antes de tiempo.
No han faltado, con ocasión de esto, quienes hayan hablado de una grave distensión de espíritu, de depresión maníaca, de indicios de estado psíquico anormal. Tal interpretación podría darse al olvidar el carácter de la tradición evangélica, que consiste en ver toda la vida de Jesús a la luz de su misión profética y mesiánica.
Precisamente con el fin de mostrar .el carácter mesiánico de su Maestro. Los Evangelios tenían interés en poner de relieve todo lo que en su vida le destacaba como el mayor de los profetas y como el Mesías. Ahora bien, la manera profética más auténtica consistía en anunciar por actos, paradojas ininteligibles y aparentemente absurdas, lo que había de nuevo, de diferente y revolucionario en el mensaje profetice y mesiánico. Con este modo de obrar tan paradójico, el profeta llamaba la atención sobre sí y sobre su misión reformadora.
Así se explica la importancia que los evangelistas concedían al hecho de la expulsión de los mercaderes del templo, que mencionan repetidamente (Mt. 21, 12 y ss.; Mc. 11, 15 y ss.; Lc. 19, 45 y ss.; Jn. 2, 14 y ss.) Marcos precisa intencionadamente la ocasión de la maldición de la higuera haciendo notar "que no era tiempo de higos". En estas acciones extraordinarias es donde el Mesías se revela como tal. En la aparentemente injusta e inmoderada expulsión de los traficantes del templo, manifiesta, a sus ojos, el solemne mensaje que viene a derribar todas las preocupaciones meramente humanas, el modo nuevo de adorar a Dios en espíritu y en verdad, que comienza a anunciar el Mesías, el nuevo templo mesiánico y la destrucción del antiguo. De igual suerte la maldición, a primera vista absurda, de la higuera, es precisamente, para ellos, de inteligencia limitada, la expresión profético simbólica de la terrible maldición que va a empezar contra Israel, representada en la higuera que el Señor plantó, y que, tanto en la buena como en la mala estación, permaneció estéril.
Ambos actos son el anuncio del fin del ministerio mesiánico de Jesús, de la catástrofe y abolición de la antigua Alianza y finalmente, de la muerte del Mesías.
En estos pasajes del Evangelio, más que en ningún otro, se manifiesta claramente el fondo profético y mesiánico sobre el cual se desarrolla toda la vida de Jesús a la luz del mensaje Evangélico. Quien no lo vea, jamás comprenderá a Jesús, que, ciertamente, en esta ocasión obra especialmente como Mesías y quiere ser reconocido como tal, pero tampoco hay duda de que tiene conciencia de ser un Mesías de la cólera de Dios, en el sentido de los antiguos profetas, sin dejar de ser por ello dulce y amable.
También en otros pasajes nos hablan los evangelistas de esta ira de Dios. Por ejemplo, cuando se irrita contra sus discípulos que impiden a los niños acercarse a El (Mc. 10, 14), y más aún, cuando los fariseos "en la ceguera de su corazón" se obstinan contra cualquier explicación y se cierran al obstinado silencio (Mc. 3, 5). La contrariedad que experimenta entonces heridos sus sentimientos de lealtad y de verdad, se exterioriza manifestándose en expresiones enérgicas y hasta duras; y así habla de hipócritas, de serpientes y de raza de víboras (Mt. 23, 33), no temiendo calificar de "zorro" al propio rey de su país, Heredes (Lc. 13, 32).
Cuando se trata de dar testimonio de la verdad, desconoce Jesús la vacilación y el miedo. Todo ello revela un carácter luchador, pero aun en plena contienda sabe conservar su serenidad. Su ira es siempre la expresión de la suprema libertad moral de quien se sabe "venido a este mundo para dar testimonio de la verdad" (Jn.18, 37). Jesús siendo tan inquebrantablemente fiel a la voluntad de su Padre y asimismo tan firme en su "sí" y en su "no", precisamente por ello, reaccionaba con fuerza extraordinaria contra todo lo que no fuera de Dios o fuese contra El, tanto si iba expresado con fórmulas teológicas extrañas o con palabras enérgicas de maestro. Su historia demuestra hasta la evidencia de que está siempre dispuesto a confirmar su doctrina fuerte y valiente con su propia vida y a morir por la verdad.
2. CARENCIA DE PECADO EN JESÚS.
La perfección ética de Jesús quiere decir dos cosas: Estar libre de pecado y llena de la vida de Dios que es la caridad. Es dogma de fe que el alma de Cristo fue absolutamente sin pecado y concretamente estuvo libre del pecado original y de la concupiscencia y libre también de todo pecado personal.
Que Cristo estuvo libre del pecado original, lo enseña expresamente el decreto de Eugenio IV Pro Iacobitis, del año 1439. Con la libertad del pecado original va aneja la libertad de la ley de los miembros o concupiscencia. El V Concilio general de Constantinopla del año 553, definió esta libertad de la concupiscencia contra Teodoro de Mopsuesta, que había afirmado para la humanidad de Jesús una tentabilidad interna. Fue sobre todo San Pablo quien, por motivos de soteriología, acentuó la integridad de la carne de Cristo. Según él, el Hijo de David tomó verdadera carne del linaje de David, pero esta verdadera carne no es idéntica con la carne de pecado del hombre histórico. Cristo no conoció el pecado. (2 Cor. 5, 21). En este sentido, la carne humana de Cristo es solo carne formada a semejanza de la naturaleza humana pecadora: "Dios envió a su Hijo en semejanza de carne de pecado" (Rom.8, 3), por razón del pecado, y así, por su pureza esencial, "condenar los pecados en la carne". La pureza radical, una pureza, por ende, no primeramente adquirida, de toda la naturaleza humana de Cristo, es para Pablo supuesto previo para que Jesús pudiera redimirnos.
Sólo porque Jesús estaba por una parte en conexión con la naturaleza humana y no estaba, por otra, en conexión con el pecado humano, podía reducir a la pureza y santidad a todos los que se le incorporaran por la fe. Aun en los lugares en que Pablo contrapone a Adán y Cristo, la original integridad de Cristo es condición previa decisiva de su paralelo. Porque Cristo no sería, en contraste con el "hombre terreno", el "hombre celestial", si no hubiera sido en su totalidad un nuevo principio de santidad e integridad (Rom. 5, 15; 2 Cor.5, 21; 1 Cor. 15, 47). Cierto que Cristo tiene la misma carne que Adán, no un cuerpo celeste en el sentido de San Hilario; pero su peculiaridad esa en que, en esa misma carne, no lleva mancha alguna de pecado. La misma integridad de todo pecado pone de relieve San Pedro al llamar a Jesús "cordero sin mancilla" (1 Pet. 1, 19) y lo mismo acentúa Juan cuando llama a Cristo "cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn. 1, 29). La carta de los hebreos confiesa enérgicamente de Cristo que es "santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores" (7, 26). Todas estas afirmaciones están hechas en sentido tan absoluto y pleno, que no sólo atestiguan la integridad del hecho de Jesús, la certeza de que jamás se hizo en su vida histórica culpable de un pecado, sino que quieren poner en plena luz que no fue por naturaleza pecador. Porque justamente en esta integridad natural está para la primitiva predicación la garantía de que Jesús nos podía, efectivamente, redimir, porque, El, y sólo El, era el absolutamente puro.
Cristo, pues, no sólo vivió de hecho sin pecado, sino que no tuvo tampoco tendencia a pecar. No había en él incentivo alguno de la concupiscencia. La primitiva teología cristiana estaba tan cierta de esta impecabilidad de Jesús que, en algunos de sus representantes, prefería dudar" de la plena integridad de la naturaleza humana de Jesús y negarle una voluntad humana así los apolinaristas y los monoergetistas que reconocer en El una disposición para el mal. Las tentaciones, por consiguiente, de que nos hablan los evangelios, no son reflejos de procesos psíquicos hacia fuera como si se hubieran originado en los apetitos mismos naturales de Jesús, sino que son, en el sentido original de la palabra, inspiraciones del radicalismo malo, sugestiones diabólicas desde fuera. Si no se quiere desfigurar fundamentalmente la imagen de Jesús, no es posible pasar por alto estas reales influencias del demonio. El "apártate de mí, Satanás", es característico para la actitud moral de Jesús.
Desde este punto de vista, surge la nueva cuestión: Si Jesús no era desde dentro accesible al mal, no podía desde fuera, ¿cómo la primera pareja humana, ser inducida al mal y caer en pecado? ¿Cayó de hecho alguna vez en la tentación?
Es de fe que Cristo no cometió jamás el más leve pecado personal. El concilio de Efeso condena a todo el que enseñare que el hombre Jesús se ofreció también en expiación por si mismo y no por nosotros solos. El de Calcedonia declara que Cristo es en todo semejante a nosotros menos en el pecado. Ya antes de su nacimiento fue proclamada su impecabilidad como signo distintivo suyo: "Y lo que nacerá de ti, santo, será llamado Hijo de Dios" (Lc. 1, 35). Además, por nosotros mismos comprobamos que siempre y dondequiera nos sale Jesús al encuentro en los evangelios, El es el sin mancha, el puro, el valeroso, el generoso, el bueno. Esta imagen es tan sublime que, decididamente, hay que sacar la consecuencia de la imposibilidad de que unos sencillos y pobres escritores, hijos legítimos del más estrecho fariseísmo puritano, pudieran sacar de su propia fantasía una figura de hombre tan luminosa, tan grandiosa y libre, de no habérsela encontrado corporalmente frente a sus ojos.
Para apreciar en su calidad única la grandeza moral de Jesús, no hay más que mirarse con ojo alerta a sí mismo y a los hombres en torno. El que en sí mismo percibe diariamente cuan difícil es ser realmente bueno, lo aprisa que cualquier minúscula ocasión nos hace perder el equilibrio moral, lo refinadamente que sabe infiltrarse una y otra vez el amor propio en todas nuestras acciones, aun las más santas, el que honrada y sencillamente se mira en el espejo de su propia conciencia; para ése, la ausencia total de pecado en Jesús se convierte en una maravilla moral, en algo absolutamente nuevo que no tiene parejo en la humanidad ordinaria.
3. GRANDEZA DE LA SANTIDAD DE JESÚS.
Los evangelistas no se proponen exponernos menudamente esta plenitud de gracia creada en Cristo. Lo que sobre todo les importa es iluminar su grandeza divina. Sin embargo, al mostrarnos este elemento divino de Jesús, no pueden menos de pintar el maravilloso reflejo que la íntima unión del alma humana con la persona del Logos hubo de proyectar sobre la misma. La pasión dominante de la vida volitiva de Jesús fue según eso, la pasión por su Padre celestial. Jamás ha tenido Dios sobre la tierra un adorador tan revea rente, tan rendido y ardiente como fuera Jesús. Nadie miró con tanta intimidad como El, desde su juventud hasta su último aliento, hacia el cielo para clamar: ¡Padre mío! "No sabíais que yo tengo que estar en las cosas de mi Padre". Así confiesa el hombre maduro entre el furor de la lucha con sus enemigos. "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Así grita el moribundo en la cruz.
La palabra "Padre" es el cántico del amor que sus labios entonan continuamente al Padre mismo en la ladera del monte y en la pública plaza, a orillas del mar bramante, como en el silencio de la propia recámara. Nadie tampoco como El oyó con tan plena resonancia la respuesta del cielo: "Tú eres mi Hijo amado". Si dejamos que la imagen de Jesús orante, tal como nos lo describen los evangelios, obre sobre nosotros, sentimos la impresión de que la oración, el diálogo con el Padre, era la más discreta, delicada y casta función de su alma humana: "Cuando orares, entra en tu recámara y, cerradas las puertas, ora a tu Padre en lo escondido" Estas palabras se las ha dictado a Jesús su propio carácter y su ejercicio. A puertas cerradas, en su tranquila recámara, se encontraba El con su Padre. Los evangelistas nos cuentan también que gustaba Jesús de retirarse a las alturas solitarias y allí pasaba las noches enteras en oración. Y oraba no como los gentiles que hablan mucho en bus oraciones. En la medida en que las de Jesús nos son relatadas por los evangelios, se percibe formalmente la interna emoción y la tensa concentración en que están pronunciadas. "Padre, todas las cosas te son posibles. Quita de mí este cáliz. Sin embargo no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Mc. 14, 36). "Dios mío. ¿Dios mío por qué me has abandonado?". En el sentido del Señor, también este grito de auxilio es oración, una cita intencionada del salmo que se pone en boca del Mesías (Mt. 27, 46). Tan penetrante y breve es su otro grito de oración en la cruz: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc. 23, 34). "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23, 46).
Los más delicados movimientos de una vida sentimental infinitamente fina e infinitamente' cálida, se condensan aquí en un grito único. La oración de Jesús era la más fuerte experiencia íntima de la gracia de Dios, la honda respiración de su alma en el amor del Padre. En esta experiencia profunda de la gracia de Dios se ha templado la voluntad de Jesús. De la callada oración sale a la generosa acción en servicio del Padre. Aquí resplandece lo enérgico y heroico de su amor a Dios. Cuando El proclama que "el reino de los cielos padece violencia" y que "sólo los violentos lo arrebatan" (Mt. 11, 12) cuando proscribe en el servicio del mismo reino de los cielos todo tanteo incierto, toda reflexión vacilante: "El que pone mano al arado y mira atrás, no es apto para el reino de Dios" (Lc. 9, 62); "el que se propone construir una torre, eche antes la cuenta de los gastos" (14, 28); es que El lo cumplió antes rigurosa y enérgicamente en su propia vida. El reino de los cielos se asemejaba también para su voluntad humana, al tesoro por cuya compra se entrega todo. Por amor a la perla preciosa del reino de los cielos, llevó una vida voluntariamente pobre: "Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos; mas el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza" (Mt. 8, 20). Por amor a esta perla, pronunció su extraña palabra de los eunucos voluntarios; "El que pueda entender, que entienda" (Mt. 19, 12). Por amor a esta perla, la muerte espantosa de cruz se le convierte en algo santo y luminoso: "El hijo del hombre tiene que padecer y entrar así en su gloria" (Mt. 16, 21).
Y este amor a Dios, rebosante de fuerza, ¡qué suave y manso se torna cuando se convierte en amor a los hombres! Jesús se sentía tan estrechamente ligado a los hombres, que su amor al Padre y al amor a los hombres confluían en un solo amor. La gran obra de su nuevo ethos fue que no estableció el amor a los hombres como un mandamiento más de Dios entre los otros mandamientos, sino como el mandamiento nuevo. De ahí que su amor se dirigía a los hombres como hombres. Para El se derrumbaron todas las otras fronteras religiosas, sociales, éticas. El Padre hace salir su sol y caer su lluvia sobre buenos y malos, sobre justos y pecadores.
Dondequiera descubre Jesús un deseo de salvación, en los helenistas que le presenta Felipe, en la cananea, en el publicano, en la ramera, en Nicodemo el fariseo, allí derrama a manos llenas la riqueza de su caridad salvadora. Sólo el amor de Jesús a los hombres ha descubierto nuevamente al hombre auténtico y verdadero. El ha hallado nuevamente entre los guijarros de los prejuicios nacionales, religiosos y éticos la pepita de oro de lo genuinamente humano. De ahí que su corazón se iba sobre todo a los que el espíritu del tiempo había negado la plenitud del valor humano, a los niños, a los pobres y a los pecadores: "Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3 y ss.). "Ten confianza, tus pecados te son perdonados" (Mc. 2, 5). "Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc. 23,43)