Me declaro saturado. Después de meses de información, propaganda, mercadotecnia y transmisiones, ya no quiero más futbol. ¿Verdad que si le oyéramos a alguien afirmar esto lo inscribiríamos en nuestro libro de las pastas negras; lo declararíamos apóstata y le negaríamos el respeto exigido a todo ser humano? Nada más eso nos faltaba: ¡renegar del sagrado deporte de las masas! Eso sí que no tiene perdón de Dios.
En alguna ocasión alguien me comentó que en los artículos de opinión no se vale afirmar cosas como: “está claro” pues hasta lo evidente a muchos les puede parecer opinable. Pues para respetar dicho criterio, me limitaré a afirmar que -para mí- es evidente que hay otras actividades en la vida de los seres humanos que superan en importancia al canonizado balompié.
Personalmente me gusta el futbol; pero no es mi favorito. No tengo nada que reclamarle pues lo considero un gran deporte, sin embargo, hay algo que me molesta dentro del contexto que lo rodea: la actitud embriagadoramente desmedida; apasionadamente falsa; ridículamente exagerada de algunos locutores de radio y televisión generalmente rodeados de la típica comparsa, que nunca falta, cuando intentan crear un ambiente desquiciante como si de su presencia en un estadio, o en un bar, o de un marcador concreto, dependiera el futuro de la humanidad.
Dicho fenómeno no es exclusivo de este deporte. Quienes pudimos ver por la televisión la ceremonia inaugural de las Olimpiadas de Invierno, probablemente recordemos al afán de lucimiento de algunos deportistas, de muy diversos países quienes, a toda costa, querían aparecer en las pantallas, aunque para ello fuera necesario echar a perder la formalidad con la que los organizadores trataron de vestir aquel evento.
La vanidad no es propia y particular de las mujeres bonitas; sino un vicio que podemos encontrar en la inmensa mayoría de los seres humanos. Nos gusta llamar la atención por la belleza física, por la forma de vestir, por nuestras acertadas ocurrencias, por nuestras habilidades manuales; por nuestra voz templada y potente, por nuestra simpatía -sobre todo al contar chistes- por nuestra forma de caminar, cocinar, leer, coser, bordar, cantar, hacer ejercicio…, en fin.
Por otra parte, nunca faltan feos que se creen guapos; insoportables que se creen simpáticos; torpes que se creen hábiles; tontos que se creen listos; pobres que presumen de ricos; tacaños que se creen generosos; soberbios que se creen humildes, pero sobre todo: insensatos y precipitados que se creen prudentes. “De los tontos con iniciativas, líbranos Señor”.
En mi opinión, el deporte -y la vida entera- hemos de vivirlos apasionadamente, pero con criterio. Esforzarnos por conseguir la virtud de la prudencia, para funcionar con una acertada jerarquía de valores nos puede hacer personas maduras, en beneficio propio y de quienes tenemos cerca de nosotros.