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El cambio climático y la oración del campesino

El clima ha cambiado miles de veces a lo largo de la historia. También ha cambiado, y mucho, nuestro comportamiento ante las lluvias fuera de tiempo, el calor en un día de invierno o un frío extraño en el verano.

Antes los pueblos rezaban a Dios para pedirle que enviase la lluvia que no llegaba, que impidiese el frío que destruía las cosechas; o rezaban también para dar gracias a Dios por el sol que brilló tanto que la cosecha fue más abundante y más sabrosa que nunca.

Muchas personas, especialmente los campesinos, leían la vida y la muerte, las cosechas y las lluvias, el sol y los huracanes, en clave religiosa. Parecía que Dios estaba detrás de cada gota de agua, de cada helada o en esos rayos solares que podían dejar secos hasta los lagos más famosos. Todo dependía de un designio que el ser humano no podía controlar del todo. Quedaba siempre la esperanza de la oración y el sueño de que Dios volvería a sonreírnos con cariño para que las cosas fuesen no sólo como antes, sino mejor que nunca.

Hoy, en cambio, algunos han dejado de lado toda referencia a Dios y al mundo de los espíritus. Si no hay agua en la ciudad, acusan al ayuntamiento por falta de previsión. Si hay sequía en los campos, los agricultores piden créditos o exigen ayuda a los organismos nacionales o internacionales. Si el calor es excesivo, se reúnen grupos de estudio a nivel nacional e internacional para ver las causas del cambio climático y para pedir a los gobiernos políticas que disminuyan los gases tóxicos que fomentan el “efecto serra”, con lo que esperan mantener el clima dentro de parámetros “ideales”, si bien, como dice el refrán, nunca llueve a gusto de todos...

La pregunta surge espontánea: ¿cuál sería el clima ideal? ¿Más caliente, más frío? ¿Más lluvioso, más seco? Cada rincón del planeta tiene su propia historia climática, y no podemos imaginar las tundras sin el frío ni el desierto con lluvias cada día... Pero tampoco es correcto soñar con un planeta que tenga siempre el mismo clima, como si pudiésemos detener y “encadenar” todo tipo de cambio climatológico. Basta un volcán en erupción para que cambie el clima de amplias zonas de la tierra. Por eso, aunque podamos reducir el humo de las fábricas, resultará más importante pensar cómo prevenir o eliminar una erupción volcánica que pudiese arruinar el actual equilibrio (¿o desequilibrio?) climático... Y esto, ¿es posible?

A pesar de los progresos científicos, controlar el clima está muy lejos de ser una conquista humana. Incluso, si algún día se llegase al deseado control climático, quedaría siempre en pie ese misterio, nunca comprendido del todo, de la propia muerte. Un clima perfecto no impedirá a nadie que llegue el día de despedida terrena.

Nuestro planeta no es una morada permanente, y lo dejaremos un día inesperado, misterioso, grande. Quizá otros nos darán las gracias por lo que hayamos hecho al “arreglar el clima”, pero también cada día miles de hombres dejarán de vivir sobre esta tierra azul y misteriosa, a pesar de las reuniones de los meteorólogos, de importantes acuerdos internacionales para “salvar el clima” y de las grandes acciones publicitarias de algunos grupos ecologistas.

Tal vez al cruzar la frontera de la muerte comprenderemos que el clima podía ser modificado por el hombre, pero también que dependía, radicalmente, de un Dios “que hace llover sobre buenos y malos”. Los volcanes, las industrias, las guerras y las bacterias con sus cambios imprevisibles pueden hacer que los glaciares se derritan o que se congelen las praderas y los bosques de media Europa o de las montañas y altiplanos de América del Norte. No existen certezas absolutas al hablar del futuro climático, mientras que resulta claro que Dios lleva los hilos de todo, sin que lleguemos a comprender, plenamente, el porqué de sus proyectos y permisiones.

Por eso no son tan ingenuos los hombres que rezan, pues la clave de la historia está siempre en las manos de Dios. Porque cambiar el clima quizá sea más fácil que cambiar los corazones. Dios puede dar la lluvia en el momento justo, hacer soplar el viento que impida una helada peligrosa o aumentar la fuerza del sol para que se seque un terreno empantanado. Cambiar los corazones, en cambio, es mucho más difícil. Ni siquiera Dios puede forzar a nadie a ser bueno, a darse a los demás, ni puede impedir que algunos hombres libres contaminen, con sus imprudencias o egoísmos, el agua de los que viven a su lado y el aire de nuestra tierra frágil y pequeña.

El clima hoy, como hace siglos, sigue con caprichos. Algo se podrá conseguir con menos coches, menos fábricas, menos consumismo, menos anhídrido carbónico en nuestros cielos. Pero más se logrará con una oración sencilla a ese Dios que sabe lo que nos conviene antes de que se lo pidamos.

Quien reza por el clima, como el campesino, abre su corazón a la bondad divina, muestra sus deseos de amor sincero a sus hermanos, y sabrá también poner lo que esté de su parte para que las cosas no vayan a peor. La última palabra la dirá, como siempre, el Señor de los cielos, y será, estamos seguros, una palabra de amor y de esperanza.