Se ha iniciado la Cuaresma, un tiempo en que la Iglesia hace un llamado a la conversión personal y a una reconciliación con Dios y con el prójimo.
¿Pero, por dónde empezar? El Papa Benedicto XVI nos invita, en primer lugar, a tener una mayor sensibilidad por las necesidades de los demás, en un servicio desinteresado por ayudar. Es una buena ocasión para hacer examen y revisar: ¿qué tan generoso soy con la limosna que doy en la iglesia, al pobre o al necesitado?
En segundo lugar, es bueno que nos preguntemos: ¿podría mejorar en los detalles de finura y atención con los demás, comenzando por los de mi propia casa?
Hace poco conversaba con un joven profesionista y me comentaba:
-Dios me ha dado mucho en mi vida. Tengo un buen trabajo, he realizado estudios de postgrado, poseo un confortable departamento, un moderno coche…Desde luego, estoy en deuda con Dios. Por ello me gustaría apuntarme a una labor humanitaria de ayuda social y asistencial, como atender a personas discapacitadas, auxiliar a enfermos, a niños en un orfanatorio, a ancianos en un asilo.
Estuvimos analizando varias posibles opciones sobre dónde y cómo ayudar. Al final este amigo se decidió por colaborar en la ayuda comunitaria a personas indigentes que se lleva a cabo desde una conocida parroquia.
La verdad es que quedé edificado por su generosidad, buena disposición y deseos de socorrer las necesidades de los demás. Sacaba como conclusión que basta con desear quererlo, para tocar las puertas en las instituciones adecuadas y ofrecer nuestros servicios, porque en nuestra sociedad lo que más faltan son brazos, personas que se sumen a colaborar en innumerables causas filantrópicas o de caridad.
Otro apartado que podemos desarrollar en este tiempo cuaresmal, es la lucha interior por mejorar cada día un poco: en el carácter, venciendo el mal humor, la pereza, el egoísmo.
Unas veces ese esfuerzo consistirá en cuidar los detalles de orden, de puntualidad y eficacia en el estudio o en el trabajo.
Otras veces nuestra lucha se puede enfocar en llevar bien una pequeña molestia o enfermedad: un dolor de cabeza, un resfriado, un malestar estomacal, un achaque o padecimiento crónico, ofreciéndoselo a Dios con una sonrisa y buen humor.
Como aquel antiguo profesor de la Facultad de Comunicación -a quien veo con frecuencia- y que tiene varios padecimientos serios, como problemas de corazón, de asma, de riñón, de columna, dificultades de visibilidad con el ojo derecho…
Cuando conversamos y le pregunto por su estado de salud, de inmediato me responde con chispeante alegría:
“-Si te hiciera un largo recuento de todos y cada uno mis achaques, y los efectos secundarios de las muchas medicinas que tomo, de seguro, al cabo de un rato, gritarías, ¡lotería!
Y añadía:
“-Mejor platiquemos de algo más divertido e interesante que hablar de mí mismo”.
Sin duda, esta conducta suya me admira bastante porque considero que es todo un ejemplo de cómo hay que llevar las enfermedades: con categoría humana y sobrenatural, sin adquirir el complejo de “víctima” ni quejarnos, sino pasando por alto, con elegancia, las situaciones difíciles que la vida presenta y ofrecerlas como un holocausto grato a Dios.
Porque habría que añadir que este profesor mío es un cristiano con una conducta digna de encomio y aprovecha esas limitaciones para entregarlas plenamente al Señor, con mucha paz.
Pero, a la vez, sin dejar de pensar en cómo hacerles la existencia agradable a los demás. Suele siempre tener un buen chiste que contar, una anécdota divertida que relatar, un suceso interesante para comentar…
Otro tema son las privaciones voluntarias o mortificaciones. Cuando era niño, recuerdo que en el colegio se nos animaba a los alumnos a que fuéramos generosos a lo largo de la Cuaresma para ofrecerle Dios algo que nos costara de modo particular, como: el no tomar dulces, hacer mejor las tareas escolares, ser más obedientes con los padres, no ver aquel programa favorito de televisión, no ir al cine…
Desde luego, ninguno de mis compañeros resultó “traumado” por vivir esos pequeños sacrificios; todo lo contrario, nos servía además para fortalecer el carácter y la voluntad; aprender a mantenernos en la promesa hecha y era una fuente de alegría por lograr vencernos cada día. Aunque, como es lógico, no faltaban pequeños tropezones.
Hoy en día, muchas personas se imponen rigurosas dietas para bajar de peso, se someten a la disciplina diaria de realizar ejercicios físicos, de correr durante un cierto lapso de tiempo -con el cronómetro a mano-, con el objetivo de reducir el tiempo, etc. Todo ello, desde luego, implica un esfuerzo, un negarse a sí mismos, por ejemplo, a ingerir alcohol, o a comer alimentos que contengan demasiadas grasas, carbohidratos e ingredientes poco convenientes para mejorar su salud y condición física.
Todo ello me parece muy bien. Pero no deja de llamarme la atención, aquellos que ponen cara de asombro cuando se enteran de que, particularmente en la Cuaresma, los católicos buscamos también mortificarnos en la comida, en la bebida, en tantos antojos o caprichos a lo largo de la semana, y lo hacemos por agradar a Dios.
El conocido escritor, José Orlandis, en su libro titulado Las Ocho Bienaventuranzas, comenta que: “Un Cristianismo del que se pretendiera arrancar la cruz de la mortificación voluntaria y la penitencia, so pretexto de que esas prácticas son residuos oscurantistas, medievalismos impropios de una época humanista, ese Cristianismo desvirtuado lo sería tan sólo de nombre; ni conservaría la doctrina del Evangelio ni serviría para encaminar en pos de Cristo los pasos de los hombres”.
En todas las épocas de la humanidad siempre ha existido la tentación de presentar a un cristianismo sin cruz.
Algunos suelen comentar:
“-El primer Mandamiento, ‘Amarás a Dios sobre todas las cosas’, me parece sublime y estoy totalmente de acuerdo.
“-El Mandamiento que habla de ‘santificar las fiestas’. Me parece perfecto porque hay que unirnos a las celebraciones de la Iglesia.
“-Pero eso de las privaciones voluntarias o mortificaciones, ‘de plano, yo paso’ ”.
Lo cierto es que cuando se sabe llevar bien el dolor de la enfermedad, es cuando el alma está entrenada en esos sacrificios cotidianos. De modo que cuando surge una contradicción mayor, un padecimiento inesperado, físico o moral, el cristiano sabe responder con celeridad para ofrecérselo a Dios –como esos atletas que practican un deporte o el ejercicio físico diariamente- y, por si fuera poco, lo saben llevar con mucha paz.
Un cristiano que experimenta la cruz, el dolor, no es un desgraciado o infeliz, sino un camino de encuentro con Cristo, quien dijo a sus apóstoles: “Quien quiera seguirme, que tome su cruz cada día y que me siga”.
Luego, entonces, el experimentar la cruz en nuestras vidas, nos debe llevar a la alegría, porque nos identifica con Cristo. El aprender a perderle miedo a la incomodidad, al dolor, llena el alma de gozo y serenidad, por muy paradójico que a algunos les suene a primera vista.
Porque el cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente del sacrificio, no encontrará a Dios ni tampoco la verdadera y profunda felicidad.
En cierta ocasión, una actriz de Hollywood visitó la India junto con otros turistas. Quiso conocer a la Madre Teresa de Calcuta, a sus misioneras y a las obras que realizaban.
Para ello fue a un hospital, en un barrio miserable, donde le dijeron que se encontraba la célebre monja. Entró en el pabellón de enfermos, y a pocos metros se encontró con la Madre Teresa limpiando a un enfermo y, con unas gasas, haciéndole curaciones en sus visibles llagas. La actriz se impresionó sobremanera y le comentó a la Madre Teresa:
-¡Esto yo no lo haría ni por un millón de dólares!
La santa religiosa le respondió con esa prontitud que era tan típica de ella:
-¡Pues ni yo tampoco! Esto lo hago por amor a Dios y a estos pobres enfermos.
No cabe duda que hay una tendencia general de la naturaleza humana de rehuir a todo lo que suponga sacrificio, esfuerzo y entrega a los demás.
Por ello la Cuaresma, además de que podemos intensificar nuestra oración y diálogo con el Señor, nos sirve también de conversión para acudir al sacramento de la Reconciliación, para practicar las obras de servicio al prójimo, crecer en virtudes y vivir con alegría esas pequeñas privaciones voluntarias, con naturalidad y discreción, que están a nuestro alcance en la vida cotidiana.