Pasar al contenido principal

Cuando el hijo nace del amor

Un hijo puede nacer o porque se quieren sus padres, o sólo porque lo quieren sus padres, o sin quererlo sus padres. Esta serie de posibilidades (existen más) pueden ayudarnos a comprender un poco cuál sea la mejor manera de que nazcan los hijos, y por qué la fecundación artificial no es éticamente correcta.

Pensemos en la primera posibilidad: un hijo nace porque se quieren sus padres. Cuando un hombre y una mujer se enamoran de verdad, a fondo, de modo exclusivo, son capaces de dar el paso de un compromiso total: pueden casarse. En el matrimonio, la unión sexual vivida como expresión del amor mutuo, sin adulteraciones, sin trampas, se orienta a la posibilidad de que inicie una nueva vida, de que llegue un hijo. El “quererse” de los padres se orienta espontáneamente, también en los sueños de la pareja, a la llegada de cada hijo.

Ese hijo que nace “porque se quieren sus padres” es visto como un don, como un “alguien” que se acoge como distinto de sus progenitores y como dependiente de su amor. No habría hijo sin amor. El hijo muestra cómo el amor transciende a los esposos, los introduce en el misterio de una nueva vida.

Para los cristianos, ese hijo es expresión de la confianza de Dios que ha enriquecido el amor humano con el gran regalo de la fecundidad; de este modo, los padres participan y colaboran con Dios en el misterio del originarse de cada existencia humana. Sabemos que el alma viene de Dios, pero Dios no puede realizar ese gesto creador sin que los padres se abran al misterio de la fecundidad en cada uno de sus gestos de amor conyugal.

Sin embargo, no siempre el hijo llega. A veces se trata de problemas fácilmente solucionables con varias visitas médicas. Otras veces, se trata de problemas más o menos graves, incluso de una esterilidad incurable. En el caso de que él o ella sean estériles, si el amor es fuerte, la pareja puede seguir viviendo su vida matrimonial en plenitud. Faltará, ciertamente, la alegría de un hijo, pero el amor sabe cómo dar un sentido a esa situación, sabe crecer en todas las circunstancias de la vida.

Pensemos la segunda posibilidad: un hijo puede nacer sólo porque lo quieren sus padres. En esta situación, el centro de la vida sexual de los esposos es el deseado hijo. A veces esto lleva a una obsesión tal que la pareja ve debilitarse su felicidad matrimonial si el hijo no llega. Surge entonces la fuerte tentación de recurrir a cualquier técnica o método artificial con tal de conseguir el deseado hijo. Igualmente, se corre el riesgo de reducir la donación de amor propia del acto sexual a un uso del mismo con un fin casi exclusivamente reproductivo, lo cual puede herir gravemente el sentido auténtico y pleno de la sexualidad humana hasta reducirla casi a un acto dotado de un valor meramente fisiológico.

Si se lleva al extremo esta mentalidad, puede caerse en un doble peligro. Por un lado, el valor del hijo corre el riesgo de fundarse sólo en el ser querido por los padres. No es visto como un don, como alguien que nace desde el amor. Es visto, más bien, como el resultado del deseo, del esfuerzo de los padres por conseguirlo. En esta mentalidad se comprende el que la fecundación artificial tenga tanto éxito, pues ofrece, “fabrica”, hijos para aquellos padres que no pueden tenerlos de modo normal: llena el vacío y la frustración de su situación estéril.

El otro peligro consiste en ver naufragar la unión matrimonial precisamente porque no se ha logrado la meta que obsesiona a los esposos (o a uno de ellos). No han faltado pueblos y culturas que permitían el divorcio precisamente para los casos en los que la esposa era considerada estéril. Sin embargo, no puede ser amor verdadero aquel que subordina toda la vida de la pareja al hecho de tener o no tener un hijo. El amor es aceptación sin condiciones del otro, tal como es, con sus cualidades y sus defectos. Los hijos pueden llegar o pueden no llegar, pero cuando hay amor (cuando los esposos se quieren) la situación de esterilidad no puede llevar al fracaso de la vida matrimonial.

La tercera posibilidad radica en una mentalidad según la cual el inicio de la vida de un hijo queda excluido en el proyecto y en los sueños de los esposos. Las relaciones sexuales son vividas sólo como expresión del mutuo afecto (a veces, por desgracia, como expresión de una especie de egoísmo de pareja), sin que se desee la llegada del hijo. Este modo de vivir ha llevado al gran desarrollo de la mentalidad anticonceptiva. Además, se da un riesgo mayor: si el método para evitar hijos no funcionó y el hijo inicia su existencia en el útero de la madre, algunos ceden a la tentación de deshacerse de él: deciden cometer un aborto, de eliminar la vida del propio hijo.

En este cuadro, podemos comprender el error de la fecundación artificial. En la misma se busca lograr una concepción humana fuera de la relación sexual que expresa el amor de los esposos; para ser más precisos, sustituye tal relación, “produce” al hijo sin la misma. Si, además, se recurre a la fecundación extracorpórea (en la fecundación in vitro), el hijo (normalmente varios a la vez) será producido fuera del lugar natural y más adecuado para garantizar una existencia digna: fuera del útero de la madre.

Técnicas como la inseminación artificial, la FIVET (fecundación in vitro con transferencia de embriones), el ICSI (inyección intracitoplasmática de un espermatozoide), etc., obedecen a la lógica del “querer un hijo” que puede llevar al extremo de no verlo como don, sino como producto y, en definitiva, como una posesión, resultado del deseo de los padres y no don misterioso que nace del mutuo amor. Si el “producto” no sale bien, si es defectuoso, la tentación de suprimirlo, de negarle todo respeto, es muy fuerte. No es difícil encontrar laboratorios que “fabrican” rutinariamente varios embriones por ciclo y seleccionan luego a los “mejores” para implantarlos en la madre; podemos intuir cuál será el destino que espera a los “peores”...

Es posible evitar el recurso a las técnicas de fecundación artificial si recuperamos la idea de que el hijo es un don, no un derecho ni un resultado merecido. Si lo vemos siempre en el horizonte que nace cuando el centro de la vida de los esposos es el amor mutuo abierto a la vida.

Cuando el hijo es visto así, como un don, cuando nace porque los padres se quieren (y, en su amor, se abren a la posibilidad del hijo), entonces ese hijo es respetado en su riqueza y en su autonomía, en su condición de alguien que vale incluso más allá del hecho del ser querido o del no ser querido.

Cada hijo pide, humildemente, en silencio, ser acogido dentro del amor que une a sus padres, y ser respetado por lo que es, con sus cualidades y con sus defectos, quizá incluso con alguna grave deformación, pero con su orientación profunda a vivir, con sus posibilidades de amar y ser amado.

A esta luz hay que valorar el gesto de la adopción de niños abandonados. Unos padres que se aman y que aceptan su situación de fecundidad o de esterilidad (los buenos esposos, con o sin hijos, pueden adoptar niños abandonados) deciden un día acoger a un niño huérfano o solitario. La adopción se convierte en gesto de amor cuando el niño es adoptado no según la perspectiva del simple deseo, sino desde la perspectiva de la acogida.

Cada niño abandonado suplica, pide, espera, ser amado, como lo pide el niño concebido en el seno de su madre. Pide cariño por ser lo que es: un ser humano necesitado de amor, como todos. Un ser que querría que unos padres velasen por su vida y reconociesen su valor, aunque no sea muy guapo, aunque tenga algún problema físico, aunque haya sido abandonado por quienes pudieron darle cariño y no quisieron, aunque la vida haya permitido la muerte de sus padres en un accidente o por enfermedades contagiosas que pudieron evitarse con un poco más de justicia en este mundo lleno de egoísmos.

Hemos de recuperar la categoría del amor para pensar las relaciones entre padres e hijos. De este modo, evitaremos ese enorme cúmulo de problemas y de injusticias que se originan desde las técnicas de fecundación artificial, técnicas que no respetan la dignidad de cada hijo que inicia a existir. Un hijo que merece ser originado de la mejor manera posible: desde el amor de unos padres que se quieren.

Para profundizar: Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación.