Cristianos de nombre y de apellido
A Hace muchos siglos en algunos procesos los jueces hacían una pregunta simple y decisiva: “¿Eres cristiano?” La respuesta afirmativa de miles de hombres y de mujeres que amaban a Cristo se convirtió en un flujo inmenso de sangre nacida de la fe heroica de gente de todas las clases sociales.
A lo largo de los siglos han sido muchos los cristianos que no dudaron ni dudan en ofrecer su vida por Aquel que antes había muerto en la cruz por nosotros. La historia empieza con la lapidación de Esteban y sigue hasta nuestros días, con los miles y miles de mártires del siglo XX.
Gracias a Dios, en la mayoría de nuestros países no se vive una persecución abierta contra los católicos. Hay, sin embargo, pequeñas persecuciones en el puesto de trabajo, en la escuela, entre los amigos, cuando algunos observan que los cristianos no viven ni aceptan comportamientos “del mundo” y sienten, por ello, cierta rabia ante quienes son coherentes con sus ideales.
Pero otras veces ocurre que quien se dice cristiano acepta modos de pensar y de actuar que van contra la identidad cristiana. Las estadísticas son elocuentes. Mientras un porcentaje que va del 70 al 90 % de las personas se declaran católicas en algunos países, vemos con sorpresa que la asistencia a la misa los domingos en esos mismos países oscila entre el 10 y el 40 % (en el mejor de los casos)... En la vida familiar, parece no haber diferencia entre un creyente y un no creyente a la hora de utilizar anticonceptivos (que van contra la fidelidad a Cristo en el matrimonio católico), o a la hora de aceptar sumisamente leyes tan injustas como las que legalizan el aborto o la eutanasia. Los programas televisivos que contienen modelos y valores opuestos a la fe cristiana son vistos por muchas familias que luego dicen querer una educación católica para sus hijos. Y no hablemos de la mentalidad egoísta y consumista que busca sólo pasarlo bien, disfrutar de la vida, atropellar al vecino, sin que ya nos incomoden las recomendaciones del Evangelio acerca del perdón, de la caridad y del desprendimiento para ayudar al pobre y al necesitado...
¿A qué se puede deber este fenómeno? Vienen a la mente algunas causas:
* Algunos no han llegado a tener nunca una auténtica formación cristiana (en la familia, en la escuela, en la comunidad parroquial). Recibieron un día el bautismo, después la confirmación, un día se les explicó la confesión, y antes del matrimonio tuvieron unas charlas. Pero si se les pregunta sobre los datos fundamentales de su fe y sobre los mandamientos de la Ley de Dios viven en una enorme ignorancia respecto a las obligaciones de su fe.
* Otros no han llegado a una vivencia cristiana profunda y convencida. Conocen más o menos las ideas, el “Credo” (esperamos que lo puedan recitar en la misa dominical) pero luego viven según otras medidas, según otros criterios. Se parecen a aquellas personas que llevan dos cuadernos en sus negocios, el uno para el fisco (lo que aparece) y el otro en la trastienda...
* Otros sucumben ante el influjo asfixiante del ambiente (de lo que todos hacen, de lo que dicen los medios de comunicación, de lo que ven en los familiares). Aquí se revive la parábola de la semilla que no fructificó porque creció con más rapidez la cizaña y la ahogó.
* Un obstáculo no pequeño es el de la propia debilidad, esa que nos viene con el pecado original y que nos hace buscar, por todos los medios, “acomodar” la exigencia cristiana con los propios deseos de una vida más fácil y placentera.
La situación podría descorazonar a algunos, pero no a quienes creemos en las palabras de Cristo: “Yo he vencido al mundo”. Con esas palabras nos promete no sólo la fuerza para caminar, sino también el apoyo del Papa, de los obispos, de miles de sacerdotes, religiosos y de otros laicos que nos tienden una mano para poder comprender y vivir la verdad del Evangelio. Pero la ayuda llega a quien sabe pedirla y a quien ansía acogerla. Y si las dudas o el frío de la indiferencia han llegado a momificar nuestra vida de enamorados de Cristo, nos resulta mucho más urgente abrir de par en par las puertas al Señor, presente en cada uno de sus representantes aquí en la tierra.
Algunas pistas que nos pueden ayudar (y con las que podemos ayudar a otros) nos vendrán de una sana imaginación y de un espíritu de auténtico amor a la Iglesia. Para empezar, podríamos proponernos estos puntos:
* Crecer en la convicción de que Dios nos ama. El que se sabe amado experimenta una necesidad profunda de responder con la misma moneda del amor. Cristo no es nunca un extraño que murió y resucitó hace 2000 años. Él está presente, de un modo muy especial, en el sacramento de la Eucaristía, en la Confesión, y también, con su Espíritu Santo, en cada uno de los hombres y mujeres que han recibido el bautismo.
* Profundizar en lo que significa vivir como miembros de la Iglesia y en lo mucho que me beneficia el que los demás bautizados sean auténticos compañeros y testimonios para mí y para los demás.
* Estudiar las enseñanzas del Papa y de los obispos que viven unidos al Papa. Si creo en las palabras del Señor: “El que a vosotros escucha a mí me escucha” debo sentir la necesidad de conocer y de asimilar todo lo que Cristo nos va diciendo por medio de sus Pastores, del Magisterio. También cuando las enseñanzas del Magisterio puedan parecer difíciles y me exigen heroísmo.
* En el marco del amor, orientar y dirigir las propias acciones hacia la fidelidad (incluso heroica, como nos pide la parte final de la encíclica Veritatis Splendor del Papa Juan Pablo II) a lo que Cristo nos pide a través del Evangelio, según la interpretación auténtica de la Iglesia.
* Divulgar, con la propia alegría y convencimiento, la verdad del Evangelio. El cristiano es, ante todo, un testigo y misionero entusiasta y lleno de arrojo de aquello que cree, también en los momentos de dificultad o de prueba. De este modo ofreceremos una luz que no podrá dejar indiferentes a miles de hombres que aparentan estar satisfechos en sus pecados, pero que sienten dentro de sus corazones el dolor de la lejanía de Dios.
Ser fieles a Cristo, ser fieles a Cristo en la Iglesia que Él fundó, ser fieles a Cristo en la Iglesia con la ayuda de tantos grupos parroquiales y movimientos que el Espíritu Santo suscita continuamente. No se trata de un reto imposible. Se trata de una posibilidad al alcance de todos los que aman.
La coherencia de vida, la identidad entre el nombre “cristiano” y la vida auténticamente evangélica lleva a la frescura, a la audacia santa y alegre. El cristiano puede, entonces, dar frutos que mejoran un poco este mundo necesitado de justicia; y podrá un día escuchar las palabras del Señor: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer…” (Mt 25,34-35).