Ha llegado la hora del combate. La tropa avanza. Tanques y soldados, cañones y generales, disparos y gritos. Todo está orientado a destruir, herir, matar al “enemigo”.
En la retaguardia, un grupo de hombres y de mujeres espera. Están allí para atender a heridos, para consolar a desesperados, para dar medicinas y un bálsamo de consuelo a quienes pierden sangre, a quienes han quedado sin brazos o sin piernas, a quienes quizá en pocas horas dejarán de vivir en este mundo de injusticias...
En la vida familiar también hay situaciones amargas de conflicto. Esposos que pelean entre sí, que discuten ante grandes decisiones o por pequeñeces de la vida cotidiana. Suegros y abuelos que se enfrenten a hijos y nueros. Hijos que discuten con sus padres o padres que llegan a golpear a niños pequeños.
Ante tantas situaciones de conflicto doméstico, también hay numerosas personas dedicadas a ayudar y asistir a los heridos en la tremendamente triste “guerra de familia”.
Entre estas personas, muchos tienen buenas intenciones: buscan curar heridas, rescatar amores, promover armonías, pacificar los corazones entre quienes viven de la misma sangre y bajo un mismo techo.
Otros, esperamos que muy pocos, lo hacen simplemente con el deseo de enriquecerse, de lograr una tajada de dinero a costa de dos esposos peleados, como si la destrucción de una familia fuese un negocio rentable para usar en favor propio...
Nos gustaría cambiar, profundamente, este mundo de luchas y de penas. Sería hermoso que no hubiese batallas, que las balas no produjeran heridos, que las granadas no dejasen a jóvenes sin piernas o brazos para el resto de sus vidas. Sería estupendo que ningún gobernante decidiese mandar a miles de jóvenes a destruir la vida y el futuro de otros miles de jóvenes de un país vecino o lejano.
También sería bello que en las familias reinase la paz que nace del amor sincero. Que los esposos confrontasen, desde el diálogo sincero y respetuoso, sus diferentes puntos de vista. Que los abuelos y suegros encontrasen afecto y respetasen la autonomía de sus hijos y yernos. Que los hijos fuesen buenos con sus padres y que los padres diesen cariño exigente y exigencia cariñosa a la hora de educar a cada uno de sus hijos.
Sería hermoso, además, que no sólo haya muchos corazones buenos dispuestos a ayudar a los heridos de la vida, sino que también haya otros muchos que promuevan la justicia, que enseñen caminos de diálogo y entendimiento, que animen a dar pasos hacia el perdón, que impidan conflictos y promuevan curaciones profundas entre los gobiernos y entre las paredes de las casas.
El mundo está herido por guerras sin sentido. Miles de hombres y mujeres caen, con la vida destrozada, en campos de batalla o en esas pequeñas grandes luchas dentro de familias divididas. También hay y habrá miles de hombres y mujeres dispuestos no sólo a ayudar a los heridos, sino a enseñar caminos de concordia y de amor que eviten luchas amargas. Hombres y mujeres con corazones buenos, porque viven sólo para construir un mundo más bello y más esperanzado.