Ya estamos entrando a la época del año en que a todos se nos tienta con un surtido alucinante de bienes de consumo. Así mismo, es la época en que una gran variedad de personas y personajes nos acusan de consumistas, tratando de frenar todo el dispendio que ocurre en la temporada.
Habría que hacernos varias preguntas. Por ejemplo: ¿es éste un fenómeno moderno, impulsado por la mercadotecnia y la publicidad que prolifera en todos los medios? Parecería que no; “echar la casa por la ventana” es algo muy tradicional en nuestra sociedad. Bodas, bautizos, fiestas del santo del pueblo y, por supuesto, las Navidades son ocasiones para demostrar que gastamos sin miedo. Tal vez no sea el mejor de nuestros valores, pero es un hecho: a los mexicanos nos gusta demostrar que tenemos con que gastar y agasajar a quien se nos acerque en toda clase de celebraciones. Si, al día siguiente, estamos en la cola del Monte de Piedad, no importa; como dice la frase popular, “lo bailado nadie me lo quita”.
Otra pregunta: ¿Realmente nos beneficiaría el que solo gastáramos en lo indispensable? En el extremo, no. Si solo gastáramos en lo indispensable, miles de empresas tendrían que cerrar, ya que sus productos no son de primera necesidad. Con ello habría un gran desempleo y la economía sufriría un descalabro mayúsculo.
Dejar de consumir, solo para acumular, tampoco genera ningún bien; de hecho lo que trae es la parálisis de las economías, como ocurre cuando el dinero sale del país para depositarse en bancos extranjeros, o cuando no se usa para generar empleo.
No está simple este dilema. Si hay consumismo, malo; si hay austeridad, malo también. Como en muchas falsas disyuntivas, la solución está en el justo medio. Consumir, si, pero sin arruinar la economía familiar, sin dañar nuestra posibilidad de un sano ahorro, compartiendo con los que no tienen mucho para que, ellos también, puedan consumir.
En fin, el problema (y su solución) está en el corazón del ser humano. El verdadero problema ocurre cuando no podemos ser felices si no gastamos, cuando ponemos nuestro corazón en el dinero, gastado o acumulado. El dinero- dicen algunos- no es la felicidad…pero se le parece mucho. El problema ocurre cuando decimos, como alguna conocida periodista: “Compro, luego existo.”
Cuando nuestro corazón, nuestra felicidad está, no en el dinero o lo que el dinero da, sino en los valores superiores, es el momento en que empezamos a estar equilibrados, en el que nuestra jerarquía de valores revela una armonía, entre lo económico y lo no económico; entre lo individual (o individualista) y el bien de los demás. Sí, el dinero, el modo como lo usamos y la importancia que le damos es un termómetro muy fiel para medir nuestra jerarquía de valores.