Es realmente gozosa la noticia recibida esta semana desde Roma y Londres simultáneamente, que augura una unión más cercana entre católicos y anglicanos. Para comprender la dimensión del paso que se ha dado es necesario hacer un poco de historia. El rey Enrique VIII de Inglaterra en 1534 consumó la división entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Inglaterra como respuesta a la negativa del Papa Clemente VII de anular su matrimonio legítimo con Catalina de Aragón, para unirse en nuevas nupcias con Ana Bolena (a la que por cierto, después decapitó). Se erigió a sí mismo en cabeza de la Iglesia inglesa y pidió un juramento de fidelidad a sus súbditos. De ahí surgieron numerosos mártires cartujos, un obispo Juan Fisher y un laico prominente: Tomás Moro.
Nacionalismo y religión se dieron la mano en Gran Bretaña durante siglos, llegando a mantener una actitud beligerante con las potencias católicas de Europa. Fueron especialmente crueles las persecuciones de católicos, primero ingleses y más tarde irlandeses por parte de los anglicanos. Con el paso del tiempo Gran Bretaña formó un gran imperio, una cuarta parte del mundo estaba bajo su dominio, y de la metrópoli partieron multitud de misioneros a todas sus colonias. Fue entonces cuando se desencadenó la preocupación ecuménica moderna, ante el desconcierto de los pueblos de reciente evangelización –especialmente africanos- que recibían el anuncio de Cristo por parte de facciones antagónicas, enfrentadas entre sí.
A partir del Concilio Vaticano II la Iglesia Católica busco activamente un diálogo ecuménico con las diferentes confesiones cristianas de una forma más abierta. Conciente de la voluntad expresa de Cristo de que todos sus seguidores estuvieran unidos –ver el capítulo 17 del evangelio de San Juan- y de la necesidad de esa unidad para la credibilidad de la propia predicación cristiana, se lanzó a la tarea de crear un ambiente de comunicación profunda, que con serenidad estudiara los problemas dogmáticos y sanara las heridas históricas que la confrontación entre los diversos cristianos había originado.
De ese deseo, en el diálogo entre católicos y anglicanos surgieron diferentes agrupaciones: la Comisión Internacional Anglicano Católica (ARCIC) y la Comisión Internacional Anglicano Católica para la Unidad y la Misión (IARCCUM). Recientemente, sin embargo, el diálogo parecía haber llegado a un punto muerto, o más aún, a un grave retroceso. Diversas decisiones de la comunión anglicana la distanciaron mucho de la doctrina y la praxis católicas: la ordenación sacerdotal y episcopal de mujeres y de homosexuales manifiestos, así como la bendición nupcial de parejas del mismo sexo chocaban frontalmente con la doctrina tradicional católica.
La Providencia, sin embargo, de los males sabe sacar bienes: muchos obispos anglicanos de diferentes partes del mundo no estuvieron de acuerdo con dichas decisiones. La entera iglesia anglicana de África, por ejemplo, se cuestionó el permanecer en comunión con la de Inglaterra, por considerar que estas decisiones están en oposición directa con las enseñanzas evangélicas. En los últimos años alrededor de medio centenar de obispos anglicanos ingleses, estadounidenses y australianos han manifestado su deseo de entrar en plena comunión con la iglesia de Roma. La Santa Sede ha debido proceder con extremada prudencia, porque no ha querido dar la impresión de desear “robar” fieles, o peor aún, iglesias enteras; aquello no ayudaría al diálogo. Así que la forma elegida por el Papa de común acuerdo con el primado anglicano Rowan Williams es realmente adecuada, porque permite mantener las tradiciones anglicanas que no estén en oposición con la fe católica: liturgia, costumbres, etc.; por ejemplo, la admisión de personas casadas al sacramento del orden sacerdotal. Unidad no es uniformidad y el hecho de que existan formas diferentes de expresar la única fe constituye una riqueza para la Iglesia Católica, que es por definición universal, es decir, incluyente.
Anteriormente, siempre que algún anglicano quería pasar al catolicismo –más que una conversión se habla de ser recibido en la Iglesia Católica, por haber recibido el bautismo válido- lo hacía a título personal. Con la estructura de los ordinariatos personales, podrán hacerlo diócesis o parroquias enteras; aquellos grupos de anglicanos que compartan la fe católica común, expresada en el Catecismo de la Iglesia Católica, y que acepten el ministerio petrino –el primado del Papa- como un elemento querido por Cristo para la Iglesia. Para ellos ha llegado el momento de expresar visiblemente esa plena comunión. Se da un paso importante hacia la unidad de los cristianos, como es expresada por San Pablo en su carta a los Efesios: "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo".