El apostolado es un llamado a todos los cristianos y por ello a todos los miembros del Regnum Christi, que resuena hoy, al inicio del tercer milenio.
Escuchar y acoger la llamada de Cristo al apostolado.
Vocación del P. Maciel y fundación de la Legión de Cristo y del Regnum Christi.
Carácter militante del Regnum Christi, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos y de San Pablo.
Formar un corazón de apóstol y salir en busca del hombre.
Caracterísitcas del apóstol del Regnum Christi.
El mundo, el miedo, la pereza y el desaliento se oponen a nuestro deseo de predicar el Evangelio.
Afrontar los obstáculos con la oración y la confianza en el poder de Cristo.
Escuchar y acoger la llamada de Cristo al apostolado
«Id al mundo entero y predicad el Evangelio» (Mc 16, 15). Éste fue el mandato explícito del Señor a sus discípulos antes de ascender al cielo. A través de los siglos, los cristianos han escuchado las palabras de Cristo y las han acogido. Cada generación debe escuchar y acoger el mandato misionero de Cristo, y a nosotros nos corresponde hacerlo en estas circunstancias históricas en el umbral mismo del tercer milenio.
Este mandato va dirigido a todos los cristianos y por ello a los miembros del Regnum Christi, quienes por vocación están llamados a extender en el mundo el Reino de Cristo con un especial dinamismo militante. Después de meditar en la presencia de Dios sobre las implicaciones del mandato de Cristo para todos aquellos a quienes Él ha querido llamar al Movimiento en estos particulares momentos de la historia, deseo compartir con ustedes las siguientes reflexiones con la esperanza de que les ayuden a comprender y vivir mejor su misión como apóstoles de Cristo dentro del carisma del Regnum Christi.
Vocación del P. Maciel y fundación de la Legión de Cristo y del Regnum Christi
Desde la primera vez que oí el mandato de Cristo de predicar el Evangelio, lo sentí como dirigido a mí personalmente. Éste ha sido el ideal que ha estado presente a lo largo de mis años de seminarista y de sacerdote. Para mí siempre fue claro como un axioma que quien conoce a Cristo, debe darlo a conocer a los demás. Quien ha recibido la antorcha de la fe, debe transmitirla a quien está a su lado, pues la fe en Cristo es un tesoro que se debe compartir con gozo. El espíritu apostólico es necesidad interior de comunicar una experiencia que da sentido a la propia vida.
Dios nuestro Señor permitió que desde mi infancia y durante los años de formación sacerdotal conviviera con personas que habían comprendido la urgencia del mandato misionero de Jesucristo. No se me podrá olvidar el ejemplo de mi tío, Mons. Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz a quien con frecuencia acompañaba durante mi estancia en el seminario con sede en la ciudad de México. Por las calles y plazas de la ciudad, al ver a tanta gente necesitada de Dios, comenzaba a hablar de Cristo de forma espontánea. Llegaba un primer grupo de curiosos, y enseguida se formaba en torno a él un corro cada vez más numeroso de personas que lo escuchaban con sed de la palabra de Dios. En otras ocasiones, en las visitas a los pueblos de su diócesis, a muchos de los cuales sólo se podía llegar en mula, se llevaba su acordeón con la intención de atraer al mayor número de oyentes. Después de tocar unas piezas, daba catecismo y explicaba con sencillez la fe de la Iglesia, llenando los corazones de amor hacia Dios.
Durante los períodos de vacaciones en el seminario, yo ayudaba al P. Maldonado, párroco de Jesús María, en la diócesis de Veracruz. Íbamos por los poblados predicando, llevando la palabra de Cristo. Ahí tuve la gracia de poder predicar en numerosas ocasiones el Evangelio. ¡Con qué gratitud a Dios recuerdo esos días en que experimenté en primera persona la sed de Dios de esas personas sencillas! ¡Qué gozo poderles hablar del amor que Cristo les tenía, de la misericordia divina, de la necesidad de convertirse a este amor y llevar una vida digna de su fe!
Fueron éstas experiencias que, en su sencillez, me enardecieron más para formar un grupo de hombres que fueran a predicar a Cristo por todo el mundo. Recordaba las palabras de san Pablo: «¿Cómo creerán a quien no han oído? ¿Cómo oirán si no hay quien les predique?» (Rm 10, 14). Me llenaba de ilusión la idea de poder gastar la vida que el Señor me había dado, para dar a conocer a mis hermanos la grandeza de su amor, aprovechando cualquier ocasión para hablar de Él. Por eso, desde los primeros intentos de fundación en el seminario, quise reunir a un grupo de hombres que no reparasen en salud, ni escatimaran ningún sacrificio, aunque su vida se consumiera en pocos años, con tal de darse por completo a la tarea de predicar el Evangelio.
A partir de mi primera visita a Europa en la primavera de 1946 y en los diversos viajes que en esos años tuve que emprender por diferentes países de América, pude constatar con profunda pena que los cristianos se alejaban de la práctica religiosa y que en no pocos lugares las iglesias se iban quedando vacías. Para algunos cristianos la vivencia de su fe se reducía a recitar unas oraciones de memoria y a la asistencia, más o menos convencional, a la Misa dominical. De frente a esta realidad, percibía con mayor apremio la necesidad de apóstoles que salieran a la calle a predicar a Cristo. No me convencía un cierto estilo de cristianismo piadoso pero carente de fuerza evangelizadora, satisfecho dentro de un estrecho círculo de personas e intereses, en donde no latía con fuerza el sentido de la misión.
Carácter militante del Regnum Christi, siguiendo el ejemplo de los primeros cristianos y de San Pablo
Por otro lado, me di cuenta de que las ideologías laicistas y materialistas ateas, querían debilitar el dinamismo apostólico de la Iglesia, tratando de limitar su acción a la esfera privada o a las prácticas del culto, favoreciendo la reclusión de los sacerdotes en las sacristías y adormeciendo la conciencia misionera de los laicos.
Esta imagen de la vida cristiana me causaba una profunda pena, porque la veía como diametralmente opuesta a lo que Cristo nos enseñó y Él mismo practicó. Por eso en la formación de los nuestros siempre he insistido en la necesidad de ser apóstoles de primera fila, hombres batalladores que gasten sus vidas sin miedo por la predicación del Evangelio. De aquí el carácter «militante» del Regnum Christi, que subraya un estilo o modo de adhesión a Cristo de quien ha captado la urgencia de ser testigo ardiente y contagioso del amor de Jesucristo a los hombres.
El Evangelio, los Hechos de los Apóstoles, las cartas de san Pablo nos presentan un estilo de apostolado que se ha ido perdiendo en algunos ambientes cristianos. El Evangelio contiene en sí un mensaje transformante, una semilla para renovar la sociedad desde el corazón de cada hombre. Prueba de ello es el testimonio de vida de los primeros cristianos; esos hombres y mujeres de toda edad, condición social, profesión, que fueron capaces de convulsionar las bases del imperio romano. Nada en lo exterior los distinguía de los demás hombres que adoraban a los dioses paganos. Trabajaban, formaban sus familias como los demás, pero había algo que los hacía diferentes: era el amor con que se amaban unos a otros, el perdón mutuo, la paz que transpiraban sus vidas, la pureza de sus costumbres, la honestidad de su conducta. Muchos de estos hombres sellaron su amor por el Evangelio con la entrega de sus vidas. Gracias al poder del Espíritu Santo y al testimonio de su fe, la Buena Nueva del Evangelio fue difundiéndose silenciosamente en las ciudades y en el campo. Creer en Cristo no era para ellos un apéndice, una realidad superflua de su existencia. Era lo decisivo. Persona a persona, familia a familia la semilla del Evangelio fue expandiéndose y se constituyeron las comunidades cristianas, formadas por hombres y mujeres valerosos, dispuestos a dar testimonio de Cristo y razón de su esperanza delante de los jueces. Vivían la conciencia clara de ser luz del mundo y sal de la tierra, de que la Buena Noticia del Evangelio era levadura en medio de la masa de la sociedad pagana.
Y es que los primeros cristianos tomaron en serio el mandato del Señor, «id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15), como también lo hizo san Pablo quien, con otras palabras, recibió de Cristo la misma misión: «Levántate y ponte en pie, porque me he aparecido a ti para hacerte ministro y testigo de lo que has visto de mí y de lo que te voy a mostrar. Te voy a librar de tu pueblo y de los paganos a quienes te enviaré a abrirles los ojos para que pasen de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios; para que, por la fe en mí, reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los consagrados» (Hch 26, 16-18). A partir de ese día Pablo no hizo otra cosa sino anunciar a Cristo. El mismo confesará que para él el anuncio del Evangelio era un deber imperioso, no un motivo de vanagloria: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si hiciera esto de propia voluntad, merecería recompensa, pero si lo hago por mandato, cumplo con una misión que se me ha confiado» (1 Co 9, 16-17).
Pablo vive como «enajenado» por su misión, no vive para sí, sino para predicar el Evangelio. Él está seguro del amor de Cristo y quiere difundirlo hasta los confines del mundo conocido. Por ello es incapaz de permanecer cómodamente tranquilo esperando a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Viaja de un lugar a otro, funda comunidades, predica a tiempo y a destiempo. Habla de Cristo en el areópago de Atenas, en las plazas de Corinto, en las sinagogas, en el pretorio, en el barco, en el templo de Jerusalén, en la prisión de Roma. Pablo se siente y es ante todo «apóstol» de Jesucristo. Éste es el título de gloria que se da a sí mismo en sus cartas: «Pablo, apóstol de Cristo, por voluntad de Dios» (2 Co 1,1), «elegido para predicar el Evangelio de Dios» (Rm 1, 1), «apóstol no de parte de los hombres ni por mediación de hombres, sino por Jesucristo y Dios Padre» (Ga 1, 1). Se siente enviado, misionero. Sale al encuentro de las personas, habla de Cristo aunque sabe que algunos, como los refinados atenienses, se reirían de él; que le esperan sufrimientos, cárceles, azotes. El amor de san Pablo a Cristo no es platónico ni idealista. Es viril y apasionado. No se limita a recordar con nostalgia la aparición del Señor camino de Damasco. Las palabras de Cristo en aquella ocasión no le dejaron vivir un estilo de vida acomodada: «Levántate y ponte en pie». Y se puso en camino hasta dar su vida por ser fiel a este mandato.
Lo que decimos de Pablo podríamos decir de los demás apóstoles que, superado el miedo inicial, abandonaron la política de «puertas cerradas» para salir al mundo a predicar a Cristo. Ellos contaron con la alianza poderosa de una fuerza que les vino de lo alto y a la cual también debemos recurrir: el Espíritu Santo. Antes de Pentecostés los apóstoles habían visto con sus ojos al Señor Resucitado, habían comido y bebido con él. Pero el espectro de la cruz todavía se cierne sobre sus espíritus y los paraliza. Creen en la resurrección y se alegran de poder estar de nuevo con el Maestro. No obstante no se atreven a abrir las puertas y a salir a dar testimonio. Necesitan una fuerza superior. Se reúnen en oración con María en busca de fortaleza. Y, en forma repentina, les es concedido el gran don del Espíritu Santo. Entonces esos hombres apocados y timoratos rompen las barreras del miedo e irrumpen en las plazas hablando de Cristo. Y es que el Espíritu Santo es el verdadero protagonista de nuestros esfuerzos apostólicos. Es Él quien ayuda a superar los temores infundados, las reticencias, el miedo a la entrega, el respeto humano. Él da su gracia para abandonar esquemas apostólicos que ya no son eficaces; abre nuevos caminos donde todo parecía bloqueado. Él es quien comunica al apóstol el ardor para predicar el Evangelio, quien garantiza el triunfo, quien abre los corazones a la gracia de Cristo. Con la fuerza del Espíritu Santo, partieron estos hombres hacia regiones lejanas, llevando en sus manos la cruz como único tesoro, en sus labios el Evangelio como única sabiduría, y en su corazón a Cristo como único y supremo amor.
En san Pablo, en los apóstoles y en los primeros cristianos vemos aplicado un método apostólico muy definido. Van en busca de la gente. En obediencia al mandato de Cristo, salen a los caminos del mundo a predicar el Evangelio. Y es que ellos se inspiraron en el obrar de Jesús quien en sus tres años de vida pública mostró a sus seguidores un ejemplo insuperable de predicación y de evangelización. Después de treinta años de vida en Nazaret, deja su hogar, su madre, sus familiares, su trabajo, un estilo de vida retirada y oculta. Abandona el mundo en el que se habían desarrollado sus largos años de preparación y comienza a predicar la llegada del Reino. Los evangelistas nos describen su intensísima actividad misionera: «Recorría ciudades y aldeas enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9, 35). Cuando le buscaba la gente, Él les decía a sus discípulos: «Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he venido» (Mc 1, 38). Sabe que el Padre lo ha enviado a predicar y no ahorra ocasión ni circunstancia para cumplir su voluntad.
Formar un corazón de apóstol y salir en busca del hombre
Cristo nos ha dejado un ejemplo eximio de cómo debe ser el apostolado en la Iglesia: un ir al encuentro de las personas que necesitan la salvación. Él mismo, siendo Hijo de Dios, «sale» del Padre y viene a buscar a cada hombre. No duda en tomar la forma de siervo, abandonando su condición divina, para así hacerse más accesible y cercano a cada uno de nosotros. Siendo Dios, se hace hombre. Asume un cuerpo humano, un alma humana, una voluntad e inteligencia humanas, un corazón de hombre. Trabaja con manos de hombre y vive como hombre entre los hombres: «Vino a los suyos» (Jn 1, 11), aunque sabía que muchos no lo iban a recibir.
Este proceso de «salir» en busca del hombre Jesús lo continúa durante su vida pública. Su voz resuena en las plazas, en las calles, en las sinagogas, en las montañas, en los caminos de los hombres. Viene a buscar y a salvar lo que estaba perdido. Sale en busca de la oveja descarriada. Y culmina su búsqueda donándose totalmente a sí mismo en la Eucaristía y en el Calvario. Jesucristo es el «Emmanuel», el Dios con nosotros; el Dios que va al encuentro del hombre, asumiendo su humanidad; el Dios omnipotente que carga sobre sí el pecado del mundo.
No basta con salir a la calle, ni usar nuevas formas de apostolado si dentro no late un corazón de apóstol. Es, pues, necesario ante todo formar un corazón apostólico. Y hay que recordar que se es apóstol desde dentro. No son las circunstancias externas las que lo constituyen como tal. No se es apóstol porque se desempeña una responsabilidad apostólica en la sección, ni porque se desea vagamente hacer algo por los demás, ni por el hecho de asistir a unas misiones de evangelización. Se es apóstol, como lo fue san Pablo, por vocación, porque Cristo nos ha llamado a extender su Reino, porque la vocación cristiana es esencialmente vocación al apostolado, porque quien ha renacido como hombre nuevo en Cristo en el bautismo se compromete a dar testimonio de Él ante los demás. Se es apóstol en la medida en que el hombre está unido a Cristo por la gracia, y se identifica con su misión redentora.
La urgencia del apostolado viene desde dentro, desde el amor que cada uno de ustedes profese a Cristo en su corazón. Si no existe amor verdadero a Cristo y al prójimo, no hay un apóstol auténtico. Ser apóstol es, pues, una componente esencial del ser cristiano. El apóstol no lo es por lo que hace, sino por lo que es. Por ello, predicar el Evangelio no es una tarea más al lado de otras muchas. Es la misión en torno a la cual el cristiano debe polarizar su vida. No se es apóstol por horas o por días. O se es apóstol o no se es. O se tiene mensaje o no se tiene. Cuando se comienza a limitar el apostolado al «tiempo libre», se acaba por no hacer apostolado. Toda la vida del cristiano es apostólica porque cada momento de la vida es una oportunidad que Dios le ofrece para acelerar la llegada de su Reino.
Para formar un corazón de apóstol, les aconsejo que pasen largos ratos a los pies de Cristo Eucaristía. Él les comunicará la fuerza necesaria para cumplir con su vocación al apostolado. Él les dará un alma de apóstol y un celo incontenible por la salvación de las almas. Pidan al Espíritu Santo que llene sus corazones de un grande amor, capaz de grandes empresas por el Reino de Cristo.
Sólo el amor a Cristo da la fuerza para «salir de sí mismo». Salir de sí: ésta es la condición indispensable para «salir a predicar». Sólo el amor de Cristo es capaz de movernos a dejar de lado los estrechos intereses personales y todo lo que sea egoísmo. Sólo el amor a Cristo y el poder de su gracia pueden desarraigar del alma la infección del pecado y el desorden de las pasiones. Cuando los apóstoles se llenaron de este amor por obra del Espíritu Santo, entonces tuvieron el coraje de abandonar su prisión voluntaria. Cuando un hombre se llena del amor a Cristo, comienzan a florecer en él las virtudes evangélicas y apostólicas; se identifica con Aquél a quien ama en la mansedumbre y humildad, en la pobreza y en la entrega a los demás, en la pureza de corazón, y en la práctica de la justicia y caridad; y abandona comportamientos de orgullo y de soberbia, de apego a la riqueza y a la comodidad, de ensimismamiento en su estrecho mundo personal. El mejor apóstol es quien logra ser un trasunto de Cristo. Entonces la vida misma es predicación y la evangelización es el testimonio de una vida plenamente evangélica.
Características del apóstol del Regnum Christi
Para completar las anteriores reflexiones, quisiera enumerar algunas características que configuran al apóstol del Regnum Christi, con la esperanza de que les ayuden a adquirir un corazón apostólico.
Movido por el amor a Cristo, el apóstol es luchador; es militante. Transformar al hombre, desarraigar en él las pasiones desordenadas, hacer de él un hombre nuevo en Cristo, no es una tarea fácil ni hay fórmulas mágicas para lograrlo. El apóstol concibe su misión como una lucha constante contra las fuerzas del mal que existen tanto dentro como fuera de él. San Pablo habla del «combate de la fe» (1 Tm 6, 12), de la «lucha por la fe del Evangelio» (Flp 1, 30) que debe mantener el discípulo de Cristo. Es el Señor quien da la fuerza para pelear en este combate: «Todo lo puedo en Aquél que me conforta» (Flp 4, 13). Y es Él también quien da la victoria y la recompensa: «Si morimos con Él, viviremos con Él; si sufrimos con Él, reinaremos con Él» (1 Tm 2, 11). El Reino de los cielos sufre violencia, y los que luchan por entrar en él consiguen la victoria (Cf. Mt 11, 12).
El apóstol es magnánimo. Sabe que ha sido llamado por Cristo para cosas grandes y que no tiene tiempo para detenerse en lamentaciones o pequeñeces, ni puede distraerse en lo que no sea esencial. El apóstol debe tener ante todo un gran corazón en donde quepa todo el mundo, pues a todo el mundo ha sido enviado a predicar. En ese corazón deben tener cabida las necesidades, las miserias, los dolores, las alegrías de los hombres. Él siente la Iglesia, el mundo y la vida de los demás como tierra fecunda del propio trabajo. Su espíritu ha de estar siempre a la altura de la misión encomendada. Grandes deben ser sus aspiraciones, grandes sus deseos de lucha, grande su capacidad de amar y de donarse. La magnanimidad se opone al egoísmo que centra la vida en torno a sí, convirtiendo a los otros en simples objetos de placer, de curiosidad o de dominio, y conduce a la solidaridad con todos los hombres, pues al apóstol, nada que es humano le es ajeno.
El apóstol es tenaz, fuerte y perseverante. El apóstol ha de ser tenaz para no desistir del esfuerzo; fuerte para combatir sin desmayo hasta el final, hasta el «todo está consumado»; perseverante para no dejarse vencer por el capricho o la veleidad. La lucha será en ocasiones difícil por la lentitud, duración y fatiga que requiere la consecución de sus metas. Sólo una voluntad firme y bien disciplinada, fundada en el señorío de los sentimientos y emociones, podrá perseverar hasta lograr el objetivo.
La lucha será continua. La victoria definitiva no se logra en un día, ni en una semana, ni en un año. Toda la vida hay que combatir. Por ello, se necesitan apóstoles imbuidos de la necesidad de la laboriosidad y de la paciencia como componentes intrínsecos de su misión; hombres habituados a la tenacidad esforzada. Sin este espíritu fácilmente se cae en la pereza, en la cobardía, en la comodidad, en la falsa prudencia, en la lamentación, en la amargura estéril. A nuestra naturaleza no le atrae una lucha tan ingrata y prolongada. Pero ésta es la verdad de la vida: una milicia constante (Cf. Jb 7, 11).
El apóstol es realista. El Evangelio nos habla de un hombre que antes de construir una torre calcula los gastos que deberá hacer para edificarla. El apóstol no puede dejar de ver con claridad cuál es la situación real del campo que le toca evangelizar, ni la de su propia vida, ni las circunstancias concretas en que debe trabajar. Ha de ser consciente de las propias posibilidades y limitaciones así como de los factores externos e internos que influyen en una determinada situación. Trabajar con realismo es trabajar con inteligencia, apoyándose en el conocimiento de las dificultades que entraña la consecución de los objetivos y de los elementos positivos con que cuenta para lograrlos. Así se evitan desalientos inútiles y se llevan a término las obras de apostolado emprendidas. No basta el entusiasmo fugaz, ni el simple querer hacer algo. Se requiere el trabajo minucioso, constante, a veces monótono. El apóstol realista sabe que los grandes edificios están hechos de piedras pequeñas. El realismo no impide el entusiasmo, la generosidad, la valentía, la audacia. Hay que saber aunar el realismo con una gran confianza en Dios y una visión sobrenatural pues, en definitiva, es la acción interior del Espíritu Santo la que transforma los corazones. Ésta es la sabiduría propia del apóstol de Cristo.
El apóstol es eficaz en su labor, no porque logre siempre y a toda costa lo que se propone, ni porque confía ciegamente en su acción humana. La eficacia del apóstol viene del hecho de que se compromete a hacer todo lo posible, humanamente hablando, para cumplir con la misión que Cristo le confía. El apóstol sabe poner al servicio del Reino los medios más eficaces para que el Reino se extienda. No se detiene ante costos ni sacrificios. Para él no existen obstáculos infranqueables. Sabe que debe poner al servicio del Reino sus mejores talentos y que la causa del Evangelio no le permite trabajos ni rendimientos a medias.
El apóstol es organizado. Trabaja siempre de manera sistemática, ciñéndose a un programa que él mismo se ha trazado. Sin orden no puede haber eficacia. La organización permite al apóstol rendir al máximo en su trabajo pues trabajar es el arte de la eficacia. Así puede rescatar el tiempo, ya que un hombre polarizado por el Reino, no puede consentir que su vida se consuma de manera infructuosa por culpa del desorden o de la improvisación. Todo esto requiere reflexionar antes de actuar, trazar objetivos, analizar dificultades, planear estrategias, proponer soluciones, ponerlas en acción y evaluar los resultados.
El apóstol está atento a las oportunidades. La posibilidad de construir el Reino se presenta a todas horas. El apóstol vive con esta conciencia y por ello no pierde la mínima oportunidad que le prepara la providencia para hacer el bien y difundir el mensaje de Cristo. Tiene mentalidad del vendedor que aprovecha toda ocasión para ofrecer sus productos. El apóstol sabe que la oportunidad de extender el Reino se le puede presentar en cualquier instante, que en cualquier momento puede «robar» el cielo para los hombres, como el buen ladrón lo hizo en el Calvario para sí mismo.
Finalmente el apóstol es sobrenatural en sus aspiraciones. Quienquiera que haya tenido la menor experiencia de apostolado se habrá dado cuenta de que se halla frente a una realidad misteriosa y trascendente. Al apóstol no le basta la visión humana de la realidad. Debe saber percibir la presencia misteriosa de Dios que lo invita continuamente a lanzarse más allá de lo que parecería humanamente aconsejable. La visión de fe le permite aunar la audacia con la prudencia. Emprende obras de envergadura basado en la convicción de que Dios le dará las gracias para realizarlas. Las aspiraciones y los criterios del apóstol no son los de este mundo. Son los del Evangelio. Quien vive así tiene asegurado el triunfo y contagia a los demás su convicción. El apostolado es una empresa divina en la cual el hombre es un simple, pero necesario colaborador. Quien confía en Dios encuentra caminos que ni la sagacidad ni la inteligencia humana pueden descubrir. El protagonista de la misión es Dios. El apóstol es un instrumento libre que pone su libertad al servicio del Evangelio.
Estas son algunas características del cristiano que de verdad quiera ayudar a Cristo en la inmensa tarea de llevar el Evangelio al mundo entero. Pero una descripción completa de cómo debe ser un apóstol sólo la encontramos en Cristo mismo. Él es el Apóstol por antonomasia, enviado por el Padre al mundo (Jn 17, 3), totalmente imbuido de su misión salvífica, absolutamente identificado con el querer del Padre, penetrado hasta lo más íntimo de su corazón de un celo incontenible por la salvación de los hombres.
El mundo, el miedo, la pereza y el desaliento se oponen a nuestro deseo de predicar el Evangelio
El ideal apostólico que Cristo nos propone es elevado y difícil para la naturaleza humana. Si queremos llevarlo a término con éxito, hemos de estar prevenidos contra los fuertes obstáculos que se oponen a nuestro deseo de llevar el Evangelio a nuestros hermanos.
Una primera fuerza contraria a la predicación del Evangelio viene del mundo mismo al que queremos conducir a Dios. Hay en el mundo un misterio de pecado y de maldad que pretende anular la acción salvífica de Cristo. Él mismo previno a los suyos contra las persecuciones y dificultades que les vendrían de parte del mundo.
El mundo recorta las exigencias del Evangelio, lo adapta a su mentalidad, lo diluye con el pretexto de «hacerlo aceptable», un Evangelio dulcificado, que pretende contentar a todos. Un Evangelio, en definitiva, al gusto del consumidor. El mundo quiere convencernos de que salir a predicar el Evangelio es fanatismo y que cada uno debe vivir su vida sin entrometerse en la ajena. El mundo no comprende las virtudes evangélicas de la pobreza, la humildad, la caridad, la pureza, el sacrificio, y propone placeres, comodidad, dinero, libertad desenfrenada, dar rienda suelta a las pasiones más bajas. Pero ya sabemos que el verdadero Evangelio de Cristo «duele» porque pone el dedo en la llaga de nuestro egoísmo, y que el seguimiento de Cristo comporta cruz, abnegación y renuncia, aceptar entrar por la puerta estrecha que conduce a la vida.
Junto al mundo, otro obstáculo que ya no proviene de fuera, sino de nuestro interior, es el miedo a lanzarse. También Pedro y los Apóstoles sintieron la fuerza paralizante de este miedo. Este temor podrá ser causado por timidez natural, o por reparo a romper con ciertos esquemas de vida cristiana ya consolidados; o simplemente por falta de una fe más viva en Jesucristo.
Además del miedo, la pereza, el amor a la comodidad, la falta de dinamismo es otra rémora que detiene en muchos el impulso misionero. Quisieran predicar a Cristo, pero son incapaces de afrontar el esfuerzo que les impone el «ir» a predicar. Si se quiere salir al encuentro del hombre, hay que ponerse en camino, soportar el sol, viento o frío de la jornada. Es más fácil abandonarse a la rutina que buscar nuevas formas de dar a Cristo al hombre de hoy. Quedarse en casa es más cómodo que «salir a la calle» y exponerse al fracaso y a la burla de los demás. Es más «sencillo» dejar de emprender una obra, que tener el coraje de realizar nuevas iniciativas apostólicas. Puede ser una buena pose social comentar lo mal que va el mundo en una tertulia de café, pero sólo los que se deciden a hacer algo efectivo comprometiendo sus vidas, son los que logran cambiarlo.
Por otra parte, los diques de resistencia que pone el mundo al Evangelio, unidos a la conciencia de la propia debilidad, pueden generar el desaliento. La realidad cotidiana del apóstol es menos brillante de lo que se podría imaginar. Se esperaban multitudes y sólo aparecen unos cuantos. Se imaginaba un éxito fulgurante y sólo se obtienen pequeños logros. Quien no está arraigado en la fe y en la pureza de intención puede creer que su acción es vana e inútil, y que las dificultades son insuperables.
Afrontar los obstáculos con la oración y la confianza en el poder de Cristo
De frente a éstos u otros obstáculos que podrán venir, hemos de practicar en primer lugar una total confianza en la victoria de Cristo y del Evangelio. Hay que aprender a leer la historia del mundo y la historia personal con los ojos de la fe. Es verdad que, como leemos en el libro del Apocalipsis, la lucha con los poderes del mal alcanzará dimensiones cósmicas. La fuerza del pecado y del mal es poderosa. Pero Cristo ha aplastado el poder del demonio en la cruz. Si su lucha y su cruz fue la primera de una serie muy grande de luchas y cruces, su victoria es la primera de una serie interminable de triunfos: «Confiad. Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).
Hemos de ser hombres de una fe total en el poder de Cristo. No se dejen descorazonar por la cantidad de obstáculos que se oponen a la evangelización: «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5, 4). Sepan descubrir la presencia de Cristo en sus vidas y en las vidas de los hombres. Ello les infundirá una gran esperanza. Su misión es la de ir al mundo en nombre de Cristo, no en nombre propio. Si Él los ha enviado, Él les dará todas las gracias necesarias para cumplir su misión.
Cristo envía al mundo a sus apóstoles como ovejas en medio de lobos y les recomienda la sencillez de la paloma y la prudencia de la serpiente (Cf. Mt 10, 16). Serán muchas las acusaciones que les levantarán y las insidias que les tenderán. Pero no se dejen engañar ni acobardar. Si los tildan de locos o fanáticos por predicar a Cristo, recuerden que así lo llamaron a Él primero por predicar el Evangelio del amor (Cf. Mt 12, 24). Si no los comprenden porque tratan de vivir las virtudes evangélicas, alégrense porque sus nombres están escritos en el Reino de los cielos (Cf. Mt 5, 12; Lc 10, 20). Confíen siempre en la presencia del Espíritu Santo que no ha dejado de acompañar a los discípulos de Cristo desde el día de Pentecostés.
Sepan defenderse del mundo. Vigilen y oren. Aprendan a rechazar con energía sus provocaciones y sofismas, y a confrontar sus criterios con los del Evangelio y los del Magisterio de la Iglesia. Formen una conciencia insobornable, ayudados de la guía de su director espiritual.
El mundo puede odiar a los discípulos de Cristo, pero en el fondo anhela su salvación. Lo puede rechazar por fuera, pero su espíritu está pidiendo a gritos la gracia de Dios. Quieren oír el Evangelio del amor. Lo necesitan. Esto debe ser un gran estímulo en su trabajo apostólico. Nos debe dar una gran seguridad saber que en el fondo del alma de todo hombre hay un deseo irreprimible de Dios y que su espíritu busca saciar en Él su sed de verdad y de amor.
Por otra parte, con la virtud del arrojo apostólico se supera el miedo y la pereza. Quien cree firmemente en Cristo y está seguro de que sólo en Él el hombre encuentra el Camino, la Verdad y la Vida, se lanzará sin temor a nada ni a nadie para darlo a conocer. Leyendo los Hechos de los Apóstoles, las epístolas de san Pablo y las actas de los primeros mártires cristianos, nos impresiona el arrojo de esos hombres que, pobres, ignorantes, sin medios materiales, no dudaban en lanzarse a empresas muy superiores a sus fuerzas, afrontando las persecuciones, el odio y la misma muerte con una asombrosa entereza de espíritu. Los grandes apóstoles siempre se han distinguido por su deseo eficaz de emprender grandes obras por Cristo, sin reparar en los incontables obstáculos que se les presentaban por el camino. Hoy la Iglesia necesita cristianos de esta talla que, con tal de dar a Cristo, no duden en abrir nuevos caminos, aunque sean tachados de ilusos y deban soportar grandes pruebas por amor a Él.
Es Cristo quien sigue enviando apóstoles al mundo como envió a los primeros doce: «Como Tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Jn 17, 18). Él es quien los invita a ustedes como cristianos y miembros del Regnum Christi a salir al encuentro de las necesidades de la Iglesia y del mundo. Él es quien les repite las palabras que dirigió al hijo de la viuda de Naím: «A ti te lo digo, levántate» (Lc 7, 14). Pero no fue a este joven al único a quien Cristo pidió levantarse. Al paralítico a quien curó en Cafarnaúm, también le mandó que se «levantara» de su camilla y comenzara a caminar (Cf. Mt 9, 6). Del mismo modo Lázaro salió de las sombras del sepulcro obedeciendo a la voz de Cristo: «¡Lázaro, sal fuera!» (Jn 11, 43) pues sabía Jesús que su enfermedad no era de muerte, sino ocasión para manifestar la gloria de Dios (Cf. Jn 11, 4). Y, en la parábola del hijo pródigo, Jesús narra cómo el joven que abandonó la casa paterna también tuvo que levantarse y salir de sí mismo para ir al encuentro de su padre que lo esperaba con amor: «Me levantaré e iré a mi padre» (Lc 15, 18).
Para «salir» a predicar a Cristo hay que levantarse, dejar de lado la muerte del pecado, de la mediocridad, de la indiferencia. Cada quien conoce cuál es la enfermedad que le impide levantarse. Cristo puede curar y resanar por completo todas las heridas. Basta con abrir el corazón a sus palabras y obedecerle levantándose de las propias miserias y superando actitudes de pereza o cobardía. Para predicar el Evangelio hay que «ponerse en pie», como le pidió Cristo a san Pablo camino de Damasco (Hch 26, 16), tensar el espíritu y prepararlo para el combate que le espera.
Ante nuestros ojos se extiende el gran campo del mundo, listo para la siega. Otros lo han sembrado y regado con su sangre. A nosotros nos corresponde ir a recoger los frutos de la semilla que Dios mismo ha sembrado en las almas. El mundo nos espera porque espera a Cristo. Espera de nuestros labios la Buena Noticia. No podemos cerrarnos a la voz de Cristo que nos envía al mundo. No podemos quedarnos ociosos sin hacer nada (Cf. Mt 20, 6), mirando al cielo, como los apóstoles el día de la ascensión, -cuando el Reino nos pide una acción urgente. No hay tiempo que perder. Es necesario ponerse en marcha. Hoy. Aquí. Ahora. En palabras recientes del Santo Padre: «Hoy no es tiempo de ocultar el Evangelio, "sino de predicarlo sobre los tejados" (Cf. Mt 10, 27)» (Homilía en Foligno, 20 de junio de 1993).
Llevamos en nuestras manos el tesoro de la fe (Cf. 2 Co 4, 7) que vale más que la vida misma; la fe que es luz y fuego. Ustedes son esa luz que ha de brillar en el mundo. Ustedes son fuego que debe quemar. Son sal que está destinada a preservar al mundo de la corrupción del mal. Son las manos por las que Cristo quiere sanar y salvar. Son la boca por la que Cristo proclamará el Evangelio al mundo.
La antorcha de la fe que han recibido como un tesoro incalculable les ha llegado a través de una cadena que se remonta a los Apóstoles y a Cristo mismo. Con esa antorcha pueden iluminar a una, a cien, a miles de personas. Es una cadena de salvación de la que ustedes son eslabones. Si la cadena se rompe, otros muchos quedarán en eterna oscuridad.
Permanezcamos junto con María en oración para que venga sobre el mundo un nuevo Pentecostés que ayude a los cristianos a salir sin miedo a proclamar la victoria de Cristo. Pidámosle a Ella que una nueva ola de celo apostólico inunde a todos los católicos, y que los prepare a ser los apóstoles que necesita la Iglesia en estos momentos.
Hace casi dos mil años, un grupo de pescadores galileos salieron por los caminos del mundo a predicar el Evangelio, sellando con el derramamiento de su sangre la autenticidad de su testimonio. Hoy el mismo Cristo muerto y resucitado que los llamó y envió, nos llama y envía a nosotros. Pidamos al Padre de quien desciende todo don perfecto que envíe al mundo apóstoles que proclamen con fuerza y sin miedo el mensaje del Evangelio.
En este día en que todos los miembros del Regnum Christi nos unimos en la celebración de la solemnidad de Cristo Rey, le pido a Él que les conceda la gracia de ser apóstoles militantes que lleven al mundo su Reino de verdad y de vida, de justicia y de paz, de amor y de gracia; que salgan a los caminos de la humanidad en esta encrucijada de la historia para predicar el Evangelio, y que se comprometan sin vacilaciones en la gran misión apostólica de la nueva evangelización a la que el Santo Padre nos ha convocado.