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Ante la injusticia de los secuestros

El tiempo pasa. Un ser querido, desde hace días, meses, tal vez años, sigue secuestrado.

 

Se lo llevaron rápido, un día no esperado. Los padres, la esposa o el esposo, tal vez los hijos, lloran por su ausencia. Un hombre que era libre está ahora en otras manos, vive en la angustia y el dolor de su prisión forzada, sufre por la lejanía de los suyos.

 

Con la violencia no se construye un mundo bueno. El mal no se vence a fuerza de pistolas. Ninguna injusticia puede ser motivo para matar, secuestrar o dañar a otro ser humano. No será nunca bueno conseguir dinero a través de la extorsión y la amenaza.

 

El mundo sufre por culpa del cáncer lento, amargo, del odio, de las injusticias, de las armas, mientras todos soñamos un día en el que cese el llanto y reine entre todos esa concordia y esa paz que nacen de una sociedad más justa y fraterna.

 

Un gesto de humanidad, un acto de concordia: eso se pide a los secuestradores. Sin condiciones: la vida humana no puede ser objeto de compra o venta, de presiones o amenazas. También los miembros de los grupos armados o los delincuentes ocasionales que se dedican al secuestro tienen familia. Si pensasen en el dolor que causa la ausencia de un padre o de un hijo, si abandonasen el odio y la prepotencia para no provocar más lágrimas, si abriesen el corazón al gesto más noble del ser humano, que es el perdón y el respeto de todos, también de aquel que es visto, a veces sin conocerlo, como enemigo o como simple botín...

 

Las familias de los secuestrados anhelan una noticia simple, telegráfica: ha sido liberado. Miles de hombres y mujeres viven en la angustia de la espera. Pero la fuerza del amor no se extingue ante la cobardía de la violencia.

 

En cada corazón se esconde una energía profunda que puede vencer el mal con el bien, la indiferencia con la solidaridad, la pobreza con la justicia, la opresión con la libertad. Una libertad que también hay que devolver a los secuestrados. Lo piden, lo suplican, lo rezan, quienes les aman y quienes, como hombres libres, sueñan en un mundo distinto.

 

Vivimos con un puño de esperanza. Miramos al cielo y rezamos, en voz baja, por los secuestrados, los que sufren, los que lloran.

 

Dios los acompaña, Dios venda las heridas y enciende luces de concordia. Quizá pronto conceda esa gracia, esa dicha, esa victoria de todos. Quizá pronto sea posible esa liberación de tantos prisioneros del odio y la violencia. Quizá pronto los mismos secuestradores dejen el camino de las armas para construir, desde la justicia y el respeto de todos, un mundo más hermoso, donde cada hombre, cada mujer, pueda vivir, en paz, entre los suyos.